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dilluns, 31 d’octubre del 2011

Ya era hora







Me da la sensación que hasta que se acabe este año en los cenáculos, tertulias y reuniones de amigos habrá una feliz división de opiniones que, por una vez y sin que sirva de consuelo no versará sobre la aburrida liga profesional de fútbol porque las alineaciones situarán a los auto denominados tintinófilos (que como todos saben viene del griego: amantes de Tintín) en dos bandos irreconciliables, dejando a los pobres ignorantes e incapaces de ser tintinófilos en sus propias cuitas concertadas en los distintos pareceres que vislumbro serán formulados a raíz de la asistencia a la exhibición de la última película que ha dirigido Steven Spielberg.

Yo no me atrevería a calificarme como tintinófilo si es que el adjetivo se aplica únicamente a quienes podrían mostrarse particularmente brillantes en un concurso basado en los miles de vericuetos que la hermosísima obra de Georges Remi, alias Hergé, muestra en los escasos casi veinticinco álbumes dedicados a contar las aventuras de Tintín, su mascota Milú y su inseparable compañero el Capitán Haddock, pero sí puedo asegurar que cuento por centenares las horas pasadas leyendo y releyendo y disfrutando de los detalles tanto del dibujo como de los sucesos relatados, al punto que como escuché un día en la radio, yo también llegué y pisé la Luna antes que Armstrong, pues lo hice en compañía de los tres héroes citados, en mi infancia de lector voraz de Tintín y sus muy divertidos y siempre peculiares adláteres.

Este fin de semana he asistido al multi estreno que incluso se avanza a la puesta en pantalla en los U.S.A. de Las aventuras de Tintin - El secreto del Unicornio y la verdad es que ha resultado ser una excepción a la tónica general de los estrenos coincidentes que suelen ser nefastos en mi opinión.

En la sesión del sábado tarde de "mi cine" la edad promedio de los asistentes superaba holgadamente la cuarentena y casi todos, excepto un treintañero pelmazo que le daba lecciones equivocadas a su retoño, nos quedamos boquiabiertos y ojipláticos con unos títulos de crédito que ya me gustaría poder ofrecer en la mini sección de este bloc y lo primero que pensé es que, esta vez, Spielberg iba en serio.

Muy en serio. Luego, leyendo en la ficha y aun con la prudencia necesaria ante la maestría en mercadotecnia de Steven, no hay porqué dudar que, efectivamente, el ojo clínico de Spielberg estuviera fijo desde hace años en el filón de Tintín, traducido a prácticamente todos los idiomas del mundo desde hace bastantes años como para imaginar la suma de espectadores que ello significa.

Por suerte el cariño en esta ocasión ha superado al ánimo mercantilista sin que éste haya desaparecido permaneciendo en su lícito lugar que es el de ganarse un beneficio con un trabajo bien hecho.

Porque lo que no se puede negar de esta película es que se ha realizado a conciencia y cuidando los detalles al máximo:

El guión parte de una adaptación de Steven Moffat que se basa en más de un álbum de Tintín modificando en parte las historietas originales pero manteniendo las características de los personajes, prototipos insertos en la cultura popular: el joven intrépido y sagaz, la mascota fiel y valiente, el amigo bronco afín hasta la muerte, los policías atontados y el malvado pérfido e inteligente que eleva con la porfía de su empeño atroz el valor de la aventura emprendida.

La conjunción de saberes entre Spielberg y Peter Jackson consigue que gracias a los trucos del segundo el primero desarrolle su innegable pericia cinematográfica y construya una película que es una muestra de enormes y complejos efectos al servicio de una idea y una forma de entender la narrativa visual dotada de fuerza y carácter: según parece, el modelado y remodelado de la película representó por lo menos año y medio, pero Spielberg hizo el "rodaje" en apenas un mes: seguro que un verdadero "making-off" resultaría interesantísimo de ver.

A pesar del enorme despliegue técnico lo que importa, como siempre, es lo que vemos en pantalla: por suerte, después de los brillantes títulos de crédito iniciales el espectador, aún el más circunspecto, constata que esta vez sí que Spielberg se lo ha tomado muy en serio y ha dispuesto toda la panoplia de sus ardides cinematográficas más solventes para contar con mucho respeto una aventura de unos personajes que son conocidos y que, además, casi todos sabemos cómo va a acabar.

El acierto de afrontar esa traslación a la pantalla de cine del magnífico tebeo de Hergé mediante la novísima técnica que usa actores reales para recrear personajes modelados digitalmente al principio choca por la costumbre de ver los personajes dibujados representados por intérpretes de carne y hueso: los rostros carecen de la expresión humana, por mucho que se quiera asegurar lo contrario: pero ese defecto, esa desventaja, esa contrariedad, se torna en ventaja porque, de hecho, lo que se está representando es la idea que cada lector se ha hecho en su mente del personaje y lo que vemos en pantalla sigue siendo irreal: por eso hay una evidente falta de proporciones físicas, como si Spielberg y Jackson hubieran abandonado la posibilidad de conseguir una ergonomía más realista: bien pensado, me resulta evidente que hay una clarísima intención de remarcar el aspecto de dibujo en esa falta de proporción, ni que sea como apoyo lógico a los extraordinarios movimientos que los personajes realizan, muy en la línea humorística de su creador, todo hay que decirlo, porque en el guión -y no me refiero únicamente a los diálogos- es extraordinaria la fidelidad a Hergé.

La forma de narrar de Spielberg reaparece después de varios fiascos y del mismo modo que lamenté las pifias de la última aventura de Indy, en este caso me congratulo en asegurar que sigue teniendo el pulso firme y que filma las persecuciones con tanta o más fuerza que antes y que desde luego los movimientos de cámara, sean digitales o digitalizados, siguen siendo marca de la casa: enlaza las secuencias una con otra avanzando a toda velocidad con aceleración constante; muestra con garra evocadoras imágenes del pasado remoto, batallas de piratas increíbles contadas al ritmo de la ebriedad del cuentista y nos deja sin aliento; rueda manteniendo el plano en persecuciones vertiginosas sin tembleques, mostrándolo todo sin marear y usa picados de cámara y travellings que contraen el ánimo y las pupilas y siempre hay un roto de humor que no corta pero ayuda a tomar aliento y seguir: adrenalina a tope: más, más, más.

Una verdadera montaña rusa repleta de emoción visual: un juguete fantástico: no hay fondo, pero la forma es espléndida y pletórica de lógica. Por fin un entretenimiento que no es tonto, ni ñoño ni moralista.

A Hergé le hubiera gustado. Y más al verse en la primera secuencia...

No puedo detenerme a considerar las interpretaciones porque sigo opinando que esos rostros artificiales, aun siendo óptimos para el presente empeño, carecen de alma y por tanto no pueden transmitir sentimientos; y las voces del doblaje al castellano, siendo casi todas correctas, me valen casi más que las originales, pues abomino de escuchar llamar "Snowy" a Milú: en este caso me sale la vena tintiniana y proclamo que, de no ser en lengua entendible (o sea: catalán o castellano) preferiría escucharlo en su francés nativo.

Hay un par de escenas que se alargan demasiado y que precisamente no están en el original, pero la verdad es que el metraje está milimétricamente medido y seguramente mis tijeras cortarían -por cortar algo- donde a otros jamás se les ocurriría: hora y tres cuartos de narración tersa y tensa que logran atrapar el ánimo del espectador y divertirle con la representación de una aventura conocida realizada con mucha dedicación y cariño a Tintín.

Ya era hora.

Tráiler


p.d.: Esta es la sexagentésima entrada de este bloc. Si no fuera por los lectores y más por quienes dejan su amable huella, no hubiera llegado tan lejos. Dedicada pues, queda, a todos, como ínfima muestra de gratitud.


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divendres, 28 d’octubre del 2011

Examen de Cinefilia (parte XLIX)




Efectivamente: si hoy es viernes y es el último del mes, las posibilidades de enfrentarse a un examen son bastante altas salvo error, despiste o vagancia y, de momento, no es el caso, mal que les pese.

Así pues, preparemos las neuronas y agitemos la memoria para que esos datos que están por ahí adormecidos nos sirvan para desentrañar un acertijo realmente sencillito.

Había pensado ofrecer una prueba con cierta dificultad pero el otoño me ha vencido y no puedo más que proponer un interrogante que, como en otras ocasiones, se refiere al título de una película.





Como me fío mucho de los amables concurrentes y además el formulario que usaba para recibir las respuestas falla más que una escopeta de feria, de nuevo deberán ser los propios examinandos quienes, en virtud de su propia estima, se concedan la nota que será más alta cuanto menos pistas precisen para resolver el acertijo.


¿Preparados? Agarren lapiceros y papel y tomen nota que la cosa es más fácil de lo que a primera vista pueda parecer:



Pista 1, matrícula de honor [+/-]
:1:6:5:2




Pista 2, sobresaliente [+/-]
:2:1:0:1




Pista 3, notable [+/-]
:1:6:8:3




Pista 4, aprobado justillo [+/-]
::::




Pista 5 [+/-]
Y si hasta aquí has llegado, diría que has suspendido, así que, para animarte un poco, toma un buen trago de:




No se quejarán de la dificultad, ¿eh?

Que cada quien se otorgue la nota según sus méritos, que esto es un juego entre amigos y a veces suspender es más divertido...

Como siempre, las respuestas que crean acertadas a mi correo electrónico, y las maldiciones, juramentos y desvaríos varios en el cajetín de los comentarios, donde también pueden dejar alguna castaña o un boniato...

A los suspensos, les dejo un premio de consolación.





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dilluns, 24 d’octubre del 2011

Pensando





Resulta difícil sustraerse a las leyes de la naturaleza aun en esta sociedad tecnificada en la que el aire se pretende dominar tanto en lo que hace a su temperatura como a su grado de humedad en la búsqueda de un confort que cada vez me parece más absurdo ya que suele cifrarse en la supuesta comodidad de vestir como si viviéramos todo el año en la misma estación meteorológica: el otoño está muy presente y los biorritmos se hacen una vez más evidentes y negarlo es ante todo una lamentable pérdida de tiempo.

Hoy, paseando con Llamp, escuchaba en la radio a uno de esos expertos radiofónicos explayándose acerca de una de las virtudes -quizás la principal, sino la única- de la comunicación a través de internet, focalizándose en el fenómeno de las redes sociales pero remarcando un uso en el que un medio como éste, un simple bloc de notas, halla su razón de ser: la expresión de unas ideas, unos pensamientos, causados por la afición a algo, lo que provoca que gentes de distintas condiciones de todo tipo coincidan, en ocasiones hallando en el éter semejantes con quienes compartir la mutua afición, lo que puede parecer a priori algo fácil pero que en la práctica puede no serlo tanto.

Además, uno acostumbra a encontrar, de vuelta, opiniones muy interesantes.

Total, que entre el biorritmo adecuándose lentamente y que ya llevo tiempo dándole vueltas, hoy me escaqueo de comentar película alguna y planto alguna pequeña cuestión confiando obtener comentarios cuando menos jugosos:

Sabemos que youtube, el portal dedicado a ofrecer vídeos, pertenece a Google, lo mismo que Blogger.

Sabemos que en youtube, aparte de vídeos domésticos, hay gran cantidad de minutos pertenecientes bien a películas de cine bien a cantantes de todo tipo. Y ello, abarcando un amplio catálogo de fechas.

Sabemos que incluso hay películas enteras troceadas, algunas ya liberadas de derechos de propiedad y otras copiadas sin permiso.

Lo que no sabemos o por lo menos yo no sé y me gustaría saber, es:

En qué piensan los encargados de velar por los derechos de propiedad de alguna productora cuando reclaman de youtube que retire un vídeo de apenas seis minutos -por ejemplo- en el que se ve una persecución de coches bien rodada, o una escena romántica, o un monólogo de calidad -quizás basado en Shakespeare [sin derechos de autor]- o una canción de un musical, cuando ése vídeo puede servir para dar a conocer la película que lo contiene, es decir, recibiendo una publicidad gratuita.

En qué piensan esos encargados cuando algún estúpido hace la gracieta de remontar una escena famosa añadiéndole además una horrorosa banda sonora de sincopada tecno-música, de cuya fechoría no se dan cuenta porque las arañas informáticas que usan para averiguar "la piratería" de momento no alcanzan a lanzar alarma más que en razón de los sonidos registrados pero no de las imágenes, y así les va a los enteradillos.

En qué piensan esos encargados de las productoras cuando los amigos de Google, a través de su filial youtube, tienen la desfachatez de insertar sobre impresionados anuncios que solapan cualquier vídeo de una película, por ejemplo, consiguiendo un beneficio comercial mucho más que evidente apoyándose en unos derechos de imagen ajenos para obtener lucro.

Comprendo perfectamente la lógica que debe proteger el derecho del artista a percibir unos emolumentos por su obra: reniego de la situación en que se encontraron genios de la cultura de hace siglos, con tantas precariedades -aunque algunos vivieron mucho mejor que sus paisanos- y me parece justo que las compañías pretendan ganar dinero después de haber invertido para producir una película.

Pero del mismo modo que me resulta imposible imaginar que el hijo de un eminente cirujano, capaz de salvar muchas vidas humanas, sea acreedor de gratitud concretada en dinero líquido por quienes en virtud de la ciencia de su antepasado fueron salvados, y menos por sus parientes directos que así disfrutaron de su compañía, me resulta imposible entender que los descendientes de John Ford, por ejemplo, pretendieran cobrar regalías por las películas de su abuelito.

Que esos derechos se pretendan mantener hasta la eternidad por el hecho que los posea una entidad jurídica impersonal me parece un atentado real contra la cultura como bien inmaterial de acceso obligatoriamente libre: dicho de otra forma más breve: me encanta que John Ford se hiciera rico rodando sus películas y que comprara una mansión: y que sus nietos disfruten hoy de esa mansión. Pero no me encanta que ninguna productora se alce reclamando la propiedad de ninguna película de John Ford, por el mero hecho circunstancial que sus accionistas han tenido el dinero suficiente para comprar todas las acciones de la RKO, que ya ganó mucho dinero exhibiendo esas mismas películas.

Comprendo que haya empresas editoras de vídeo que pretendan cobrar por confeccionar un dvd o incluso un blueray de una película de John Ford: pero no comprendo que empresas de cuatro mangantes se lucren vendiendo una obra maestra como El hombre tranquilo sin siquiera ofrecer la versión original con subtítulos, como tampoco comprendo cómo se atreven algunos de esos mangantes a ofrecer películas alterando su apariencia original falseando la obra de arte tal y como fue concebida por su autor, vendiendo versiones encuadradas para la lamentable pantalla televisiva.

Y no comprendo tampoco que esos mangantes, que lo son porque nos mangan nuestros sudados euros dándonos gato por liebre, encima se quejen públicamente reclamando que internet es un nido de piratas. Además de mangantes, son sinvergüenzas, porque en internet se encuentran copias de las mismas películas con mejor calidad. Resulta demasiado fácil dedicarse a generalizar y acusar cuando lo que les correspondería sería trabajar y espabilarse: de momento, amazon ya está por aquí y ha tardado años en los que esa caterva de editores se han dedicado a mirarse el ombligo: además de mangantes y sinvergüenzas, son unos vagos y han perdido una oportunidad. Luego querrán arreglarlo llorando a papá estado para que dicte leyes estrambóticas y conceda subvenciones injustas.

¡Hala! Ya está. Mal que bien, me lo he quitado de encima.

Su turno...




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divendres, 21 d’octubre del 2011

Happy Birthday, Chuck



Hace tres dias que uno de los últimos genios musicales del pasado siglo cumplió, como quien no quiere la cosa, ochenta y cinco años y en mi condición de viejo rockero no puedo ni deseo dejar pasar la oportunidad de festejarlo como se debe, recordando algunas de las vitalicias canciones que el gran Chuck Berry ha compuesto y cantado en su larga y fecunda trayectoria, aun siendo cierto que desde hace tiempo su labor como compositor se ha ralentizado en exceso y que su compleja personalidad, casi un compendio de los tipos como él a lo largo del siglo pasado, deja alguna que otra muesca pletórica de rarezas.

Sin embargo, su legado musical permanecerá por los siglos y creo que conviene darle un somero repasito ni que sea para disfrutar en homenaje al genio y a su genuino paso de pato:

Roll Over Beethoven

Aquí, con un admirador al que un día demandó por plagio:
Johnny B. Goode

Con una banda que seguramente no cobró un céntimo por el honor de acompañarle:
Memphis Tennessee

La verdad es que estoy convencido que si yo hubiera tenido la oportunidad, no tan sólo hubiera tocado gratis, sino que hubiera pagado por estar en los ensayos de esta cinéfila :

C'est la vie

A pesar de su exacerbado divismo o quizás reconociéndole su valía nadie se ha negado jamás a tocar en el mismo escenario que Chuck, y así, a lo largo del tiempo, miles de felices espectadores le han visto en las mejores compañías. Como por ejemplo Eric Clapton y Keith Richards tocando juntos :

We we hours

Podríamos estar así durante horas, viendo y escuchando al genio, pero eso ya le toca a cada quien en adelante; ahora, digamos: ¡Feliz cumpleaños, Chuck!





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dilluns, 17 d’octubre del 2011

Pasado de rosca




Algunas tramas admiten variantes y nuevos tratamientos que las adecúen a cada época temporal que como es lógico dispone de formas distintas por lo menos en lo aparente y la historia del cine está repleta de ejemplos que demuestran claramente que temáticas parecidas y en ocasiones idénticas son escritas en la pantalla con una caligrafía muy diferente sin que la fuerza de su contenido merme, manteniendo el interés en su objetivo que, no lo olvidemos nunca, es el espectador, demasiadas ocasiones olvidado como verdadero receptor de la obra filmada: sin espectador, el cine tiene el mismo sentido que un diálogo emitido contra el eco de un horizonte pétreo cualquiera.

Parece que se va extendiendo la mala costumbre de que los actores, con sus ahorros, acaben convirtiéndose en productores; ello, unido a la renuncia moral de los derechos del artista que albergan gentes dedicadas libremente -es un suponer- a dirigir películas o a escribir guiones, nos conduce inexorablemente a productos que, tomándonos con el pie cambiado, nos sentamos a ver pensando que, como mínimo, será una película entretenida.

Pero no: estando por en medio el ego desmesurado de un actor carente de gancho y decidido a chupar cámara a toda costa, le puede caer encima a uno un producto que debería haber quedado en el cajón de desechos y, mira por donde, incluso viene apadrinado por la cada vez más penosa presencia de un intérprete de raza, muy venido a menos -en pos de un buen cheque, seguro- como es el antaño admirado Robert De Niro que con su nombre en el cartel ha representado un malévolo anzuelo para un verdadero bodrio titulado Limitless (2011) por una vez bien traducido su título como Sin límites que, a lo que parece ser, fue promovido por el mocetón protagonista, un Bradley Cooper que ejerce también como productor ejecutivo: más le hubiera valido dedicarse a una cosa u otra con exclusividad, porque lo cierto es que ni actúa con el nivel requerido a un protagonista absoluto ni su labor como productor ejecutivo consigue otra cosa que una película sin pies ni cabeza, precipitada y aburrida, aunque de ello buena parte de responsabilidad tiene su director, Neil Burger que parece ordenar el rodaje como un niño con una nueva video cónsola en sus manitas, todo el rato dándole al joystick arriba y abajo, mareando la perdiz.

Esto me pasa por no informarme previamente aunque para mi sorpresa e incredulidad la nota media que ha obtenido en imdb es de 7,3 en este momento y me quedo pensando si es que no habré sabido ver el mensaje que intentan transmitirme, que debe ser muy interesante, porque visualmente es una castaña con un sonsonete adormecedor en la mayor parte de sus 105 minutos que me parecieron dos horas largas, al punto de las tres, no viendo el momento en que se acabara el desatino.

La trama es una lamentable mezcla de historias ya conocidas, fragmentos de películas que ya hemos visto, con el recurso de la voz en off del protagonista contando lo que vemos, aspecto éste que el avispado cinéfago, curtido en mil películas, contempla aterrorizado porque es señal inequívoca que nos van a dar la lata:
¿De entre todos los que curraron en ése rodaje, a nadie se le ocurrió que explicar con una voz en off lo que vemos en pantalla es tan aburrido como escuchar a los comentaristas de fútbol en la tele y lo mismo de inútil?
Pues así, casi toda la película.

Y es una pena que una temática tan candente y actual como el consumo de estupefacientes, en este caso, una droga que saca de uno lo mejor que tiene y le hace sentirse más inteligente y perspicaz (¿notan el parecido con la cocaína?) reciba un tratamiento tan débil, carente de fuerza, falto de toda lógica (¿un adicto, dejando su material en manos de otro?) y para acabar con un final apologético y confuso después de un discurso plagado de innecesarios travellings digitales, fruto de una avanzada edición de vídeo que acaba por cansar y marear sin que más allá de su vistosidad y colorido aporte algo a la trama a la que, supuestamente, sirve.

Burger se deleita ofreciéndonos una filmación que intenta aparentar modernidad en base a un colorido chillón y trucos baratos de moviola digitalizada sin olvidar lo que aprendió respecto a la forma de incardinar los planos en secuencias pero se le va la mano o más bien pierde el control en cuanto la moviola aparece: uno tiene la sensación que ése productor ejecutivo improvisado estaba en la cabina dando consejos y recordando con su presencia quien era el que sabía manejar los dineros, porque no hay otra forma de comprender que de vez en cuando el discurso visual dé la impresión que a Burger, hablando en castizo, se le ha ido la olla y toda la narración se va al garete: claro que seguir con la cabeza clara después de leerse el guión debió resultar difícil, porque no hay por donde cogerlo: un verdadero concierto de bandazos que parecen escritos adrede para despistar al espectador: quizá todo se resuma en que la intención era provocar la vivencia de una experiencia artificial, y lo cierto es que ha quedado en una experiencia artificiosa y lamentable. Muy lamentable.

Uno pensaba que se encontraría con una película de este año que equilibrara la balanza, pero debo concluir que la intentona ha sido un fiasco garrafal y aunque no me apetecía mucho volver a presentar un comentario basado en un disgusto, creo que un buen aviso a navegantes es motivo más que suficiente para dedicar cuatro líneas a este moderno bodrio. Avisados quedan.






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divendres, 14 d’octubre del 2011

MM 53 Let's make love




Una película dotada con un título nuevamente traicionado por el traductor de turno, que en vez de ejecutar correctamente el sentido lo tergiversa y lo deja en una confusa percepción inicial relativa al protagonismo remarcando el personaje masculino, ese multimillonario incorporado por el actor y cantante francés Yves Montand que sin mucho esfuerzo ejecuta la representación de un acaudalado solterón que cae rendido a los pies de una bellísima y sensual muchacha, justo cuando la ve ensayar un número musical, pues la nena es artista y en mi opinión de lo mejorcito que dio el siglo pasado, con lo que no me extraña el poderoso flechazo.

Por allí andaba además el maestro George Cukor que demuestra, una vez más, su sapiencia al filmar esta inolvidable versión del fantástico tema de Cole Porter "My heart belongs to daddy" que, bailado y cantado por la excepcional Marilyn Monroe permanece en la memoria de este cinéfilo como la mejor versión. Vean y opinen:





¿No es adorable?


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dilluns, 10 d’octubre del 2011

Añoro a Clark




En algunas ocasiones he manifestado públicamente un cierto desdén al fervor que suscitan lo que los más aficionados denominan "cómics" cuando lo que correspondería sería tebeos o aventuras gráficas y me consta que es meterse en un berenjenal porque acuden como moscas a defender su parcelita de escaso contenido vitanímico para el cerebro de nadie y se alzan airadas lamentaciones relativas a mis cortas entendederas de un supuesto arte que pretenden, oh, ingenuos, equiparar con la literatura.

Ello no significa que no haya leído tebeos (cientos de ellos, todos los que pillaba, excepto los de niñas) y que no sea capaz de divertirme un rato con sus historietas sobre todo si están bien dibujadas.

Cuando el año 1978 asistí al estreno de Superman la cinefilia ya había asomado por mis poros y de alguna forma concilié mi fervor infantil por el personaje con las ganas de ver el tebeo a todo color en pantalla grande y moviéndose a toda leche.

Lo que más me gustó, mira por donde, fue Clark Kent (bueno, la pobre Valerie Perrine resultó más atractiva, pero no nos despistemos) interpretado por un desconocido Christopher Reeve que supo dar entidad y carácter zumbón al personaje mortal que oculta al superhéroe, esa segunda identidad que le permite llevar una vida normal más cercana a la rutina humana que a la rutilante aventura, además de servirle de perfecto disfraz.

Ese Clark Kent me sigue encantando porque está provisto de un fuerte componente auto-paródico ya que la ineptitud física de la que hace gala constantemente con tropezones y caídas a cual más ridícula, esa supuesta debilidad que convierte al alger ego del héroe en un ser pusilánime cuando no cobarde me recuerdan las triquiñuelas clásicas de legendarios héroes como La Pimpinela Escarlata o el mismo Zorro, ambos valerosos justicieros que se valían de una identidad enmascarada para ejercitar su valentía.


La verdad es que no me extraña nada que Martin Campbell, que dirigió dos lamentables refritos del Zorro haya olvidado esa característica importantísima en un héroe cual es la de cuidar su dualidad y no me extraña porque ya hace días que le perdí la confianza a Mr. Campbell. El reciente visionado de su última película, Green Lantern demuestra que el control de los guiones no es el fuerte de Campbell o quizás es que meramente se limita a rodar lo que le ponen por delante tomando su función como asalariado antes que como artista, pero es que ni siquiera se cuida de dirigir al protagonista que parece recreado digitalmente, tan rara se hace su expresión: cuando va disfrazado y con antifaz no se nota tanto, claro, pero es porque se dispone a la lucha, pletórica de colorines verdes fruto del gran ordenador.


Pero sí me extraña que Kenneth Branagh, que de historias sabe bastante, haga una fastuosa dejación de sus reconocidas facultades como director de intérpretes y permita que el fortachón mozalbete que protagoniza Thor se pase toda la película sin apenas cambiar la expresión: o está enfadado, a poco enfadado, o muy enfadado, o con un cabreo que apártate, y, encima, Kenneth se permite el lujo de usar (y tirar) a un tipo como Idris Elba (del que tuvimos noticia aquí) simplemente como estaquirote que vigila un puente intergaláctico: que por allí ande un tal Anthony recogiendo los cupones verdes que se le caen del bolsillo a la Natalie carece de importancia porque aunque esos dos gesticulen (y cobren, claro) por todos, la balanza a la que me estoy refiriendo sigue desequilibrada y la película se resiente: de hecho, el personaje más interesante es el malvado hermano adoptivo que, a lo que se intuye viendo el espot publicitario que sale después de los larguísimos títulos de crédito (parece que sale toda la familia entera) también tendrá continuidad.

Porque esos dos tiparracos, el de la linterna verde y el del martillo pilón, en definitiva héroes de relleno para tebeos minoritarios (ahora es cuando me maldicen: ¡ya! gracias...) que se basan en guiones esperpénticos repletos de falta de lógica y alargados como chiclé, el año que viene los volveremos a tener presentes, junto con el tipo ése del escudo (que me falta en mi colección de despropósitos cinéfilos) bajo la dirección estratégica de un negrazo tuerto, ya verán que bien: para entonces, espero que los guionistas se hayan puesto las pilas y sepan presentar esas historietas de acción desenfrenada con menos citas supuestamente filosóficas (dan no se sabe si arcadas o ganas de reir) y un poquito más de auto-parodia, de humanidad que sepa entretenernos simplemente, porque fácilmente nunca lo será.

Si es muy fácil: sólo tienen que fijarse en cómo Clark parecía débil, timorato y cobarde, y todos, menos los que vivían dentro de la pantalla, sabíamos que era Supermán: ¿lo ven? el truco más viejo, sigue siendo el más efectivo.





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divendres, 7 d’octubre del 2011

TC (20) Chariots of Fire



De verdad de la buena que no sé porqué inserto este vídeo de los títulos de crédito de la famosísima película británica Chariots of Fire, muy correctamente traducido su título como Carros de Fuego (tampoco era tan difícil, pero ya sabemos cómo las gastan..) porque en mi recuerdo de cinéfago representa uno de esos tropezones que tan frecuentes son cuando la perspectiva creada por una buena campaña publicitaria, inundando los "mass-media", queda en nada acabada que ha sido la exhibición.

Una película en mi opinión tan famosa como sobrevalorada en la que muchos alabaron con excesivo ímpetu la ambientación y la banda sonora (bueno, de hecho, decían "la música")

De hecho estos títulos de crédito (véanlos, sin miedo) como tales no valen para nada y si merecen la pena es por tener la oportunidad de escuchar -una vez más- la sintonía que el griego Vangelis compuso y que alcanzó tanta o más fama que la propia película, y lo califico como sintonía porque aunque le dieran el Oscar es tan latosa, a mi entender, que no llega a ser una banda sonora: queda en sintonía y pare de contar y dejémoslo así por no armar más bulla.

El amable lector se preguntará porqué me ocupo de insertar un vídeo de unos títulos que no son tales pues a penas se ven y carecen de gracia alguna y una música que no me gusta: lo hago porque puede que alguien no lo conozca y para demostrar que, hace treinta años, una buenísima campaña de mercadotecnia supo conquistar muchos bolsillos.

Humo de paja y nada más. Con la lista de pendientes que tengo, creo que no volveré a ver esa película jamás...




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dilluns, 3 d’octubre del 2011

La chica de la portada







En este vídeo que acabamos de ver incluso el cinéfilo más recalcitrante con el género musical -que haberlos haylos, vaya que sí- deberá reconocer que contiene una muy buena interpretación de una canción, así como un excelente trabajo de todos cuantos intervienen: la iluminación es perfecta, el decorado óptimo, la coreografía ágil y chispeante, el vestuario absolutamente delicioso, la filmación dedicada a servir el número musical con máxima eficiencia remarcando con fuerza las expresiones gracias a primeros planos y mostrando el baile con tranquilidad dejando el movimiento y la acción a cargo de los bailarines y la estrella, bellísima, un portento de expresión corporal, muy bien dirigida en los detalles nimios tales como la forma de retorcer el pañuelo o de sentarse en el banco, ofreciendo la imagen clavada de la cupletista de principios del siglo pasado, en esa canción ("Poor John" w. Fred W. Leigh m. Henry E. Pether, 1906), que no me puedo quitar de la cabeza desde que vi, hace unos días, la película titulada Cover Girl (1944) [traducido - traicionado su título por el estúpido de turno como Las Modelos] dirigida por Charles Vidor .



Lástima que Rita Hayworth fuera, una vez más, doblada en las canciones por Martha Mears, aunque desde luego el resultado es muy bueno, máxime teniendo en cuenta que Rita cantaba y luego se le solapaba su voz. En fin...

Rusty Parker (Rita Hayworth) es una bailarina que lucha por alcanzar la fama mientras baila en el local que dirige Danny McGuire (Gene Kelly), un bailarín y coreógrafo duro y exigente con sus bailarinas. Un día Rusty se presenta a una entrevista para hallar la modelo de la portada de una revista cuyo editor y dueño, John Coudair (Otto Kruguer) al momento que la ve decide que ella deberá ser la elegida: el dueño no es otro que el personaje, en su juventud, se enamoró perdidamente de una mujer idéntica a Rusty: Maribelle Hicks (la propia Rita Hayworth) a la que veremos en sucesivos flashbacks.

Danny asegura a Rusty que tiene diamantes en los pies y que debería buscar la fama por sus pies, por su trabajo sudoroso como bailarina, más que por su cara, por su belleza. Cuando Coudair confiesa a su ayudante y confidente Cornelia (Eve Arden) que está seguro que Rusty es la hija de su amada Maribelle, está claro que la chica de la portada será Rusty desechando cualquier otra candidata: Cornelia se reirá cuando, interrogada Rusty acerca de su familia, se descubra que Maribelle era su abuela.

La fama de Rusty atraerá nuevos clientes al local de Danny, entre los que figurará Noel Wheaton (Lee Bowman) dueño de un gran teatro situado en el centro de Broadway, lejos de los andurriales donde están y claro...

Lo de menos en esta película es la trama, que no aporta ninguna novedad específica: si acaso, unos diálogos que vienen provistos de gracia y un poco de malicia ostentando incluso ciertos aires proféticos o premonitorios: puede que Rita, que con veintiséis años rodaba su película número cuarenta y cuatro, empezara a estar cansada de las rutinas de baile para ser siempre la pareja de alguien: poco antes había bailado sus dos únicas películas con Fred Astaire y ahora se veía bailando con Gene Kelly (que a sus treinta y dos años rodaba su sexta película), al que no volvió a ver junto a sí en pantalla, y cada día, al volver a casa, se encontraba con un genio del cine supurando ideas sin cesar; dos años después, el propio Charles Vidor dirigió a Rita en la mítica Gilda y podríamos asegurar que, efectivamente, la grandísima bailarina Cansino desapareció para dejar paso a la pelirroja teñida Hayworth, hasta que el genio decidió que, puestos a teñir, él sabía hacerlo de forma más original y deslumbrante, pero eso ya será tema para otro día, que hoy no toca genio: hoy toca llamar la atención sobre una película que no aparece en el salón de la fama ni siquiera del cinéfilo amante de los musicales, pero que contiene una serie de elementos que la hacen muy interesante:

Resulta que Gene Kelly había empezado en esto del cine por probar pensando en volverse a las tablas, pero la Metro se lo quedó: daba un poco la lata porque quería experimentar con "eso del cine" y tenía ideas muy suyas respecto a las coreografías, así que los de la Metro, cuando los de la Columbia les pidieron alquilar (sí, si: alquilar) los servicios de Kelly, hubo trato inmediato: ¡hala, vete a dar la tabarra a la Columbia!

Arthur Schwartz, celebrado compositor, acometió su primera producción demostrando una mente abierta -dentro de los límites de la época- y dejó intervenir a jóvenes mastuerzos como Kelly y su amigo Stanley Donen en alguna coreografía y a fe que ambos aprovecharon la circunstancia porque el cinéfilo distraído por un momento se dice:¡esto lo he visto yo en Cantando bajo la lluvia! y claro, no se acuerda que "esto", pasó ocho años y trece películas más tarde; hay una cierta mezcolanza en los números musicales que veremos: por una parte, existen la recreaciones que, como la que encabeza esta nota, acuden a la invocación de la memoria en forma de flashback; luego están los números teatrales, más convencionales, aunque interesantes al comprobar el despliegue de medios e ideas que hace tanto ya eran usuales en los teatros de Broadway y después están los números más cinematográficos, más libres, que tienen lugar en situaciones de exteriores aunque sean recreados en el estudio cinematográfico, lo que permite también jugar con la iluminación y el truco.

La mayoría de las canciones están compuestas por el gran Jerome Kern y el letrista es el genial Ira Gershwin y gracias a Carmen Dragon suenan de maravilla; es una lástima que el formato sea mínimo, porque los decorados y el vestuario son brillantes bajo el foco avizor del gran Rudolph Maté que entrega un colorido fascinante en una obra que se imagina con presupuesto medido, dirigida con brío por Charles Vidor sin perder el ritmo salvo en algunos momentos de bajón causado por las modas pasajeras que datan la película como a muchas otras.

Como era de esperar, el elenco cumple su cometido: ahí todos son profesionales y no resulta llamativo que el tipo gracioso, el amigo entrometido de buen corazón, Genius (Phil Silvers) también sepa cantar y bailar un poquito, pero es que el producto es cien por cien hollywood musical y que nadie se olvide del año de su producción, 1944, con lo que la inclusión de los ánimos al ejército y su presencia como público está más que justificada porque era lo que los estadounidenses estaban viendo al salir de casa.

Lo que no veían es las nuevas ideas que empezaban a germinar y que eclosionarían pocos años después, pero el cinéfilo de este siglo XXI, que ya se las ha visto todas, no debe perderse ésta, más que nada para constatar que los éxitos no surgen de la nada: eso sí: cuando se dispongan a verla, asegúrense que es una versión original con subtítulos incluso en las canciones, porque, de lo contrario, se perderán buena parte del relato.






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