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dilluns, 25 de febrer del 2013

ARGO





Después de unos días de ver películas de este siglo sin que ninguna de ellas haya conseguido animarme a teclear nada, la muy publicitada maniobra propagandística en que se han convertido los premios Oscar casi que me impele, más que motiva, a desahogarme poniendo blanco sobre negro las pocas ideas que brotan después del visionado de una película que se refiere a un momento histórico que recuerdo como si fuera anteayer porque ocupó muchísimas horas de los telediarios en todo el mundo.

Los primeros minutos de la tercera película dirigida por Ben Affleck tienen un carácter marcadamente documental y explican muy brevemente unos cuantos años de la historia moderna de Irán, ese país que conocemos casi todos a través de las agencia de noticias internacionales.

Recuerdo que en 1979 una multitud de iraníes irrumpieron en la embajada estadounidense en Teherán, capital de Irán y tomaron rehenes a los diplomáticos que allí se encontraban, exigiendo al gobierno estadounidense la extradición del que hasta poco antes había sido el jefe del estado, el llamado "Sha de Persia", para llevarlo ante los tribunales iraníes.

El pueblo iraní tenía toda la razón en sentirse desairado y le asistía el derecho de reclamar la extradición pero evidentemente no entra dentro de la legalidad internacional la licitud de la toma de una embajada de otro país.

La respuesta del rey del cacahuete, Carter, entonces máximo mandatario estadounidense, se hizo esperar más de la cuenta y acabó en un fracaso rotundo y vergonzoso que se conoció como la Operación Garra de Águila y fue el hazmerreir del mundo entero que tenía en la memoria la hazaña israelí en Entebbe pocos años antes.

Parece que Ben Affleck ha decidido bajar un escalón en su incipiente carrera y buscando la simpatía de un populacho mal informado ha dirigido con buen pulso una ficción, un poupurri, una mezcolanza que ha titulado como ARGO (y así, tal cual, ha quedado en nuestras carteleras) basándose en el guión pergeñado por Chris Terrio que a su vez se inspira en el libro de memorias del ex-agente de la CIA Tony Méndez que explica algunas operaciones ya desclasificadas.

La película ha recibido tantos parabienes que me han entrado ganas de explicar el porqué me parecen exageradísimos tantos honores, menciones y premios.

Es muy cierto que Affleck realiza un buen trabajo como director, pero únicamente destacable de la mediocridad general por el clasicismo que usa al estilo de los llamados "artesanos" que poblaron la misma pantalla de cine de mi pueblo en la misma década de los setenta del siglo pasado: solidez en la caligrafía cinematográfica que huye de las alharacas y efectos gratuítos y se limita a contar la historia del modo más efectivo y visualmente económico, seguramente imitando aquel cine setentero como añadido ambiental de la cinta que si destaca en algo es en la recreación de la época, incluyendo el cúmulo de estupideces que se les ocurren a algunos cerebros de la central de inteligencia americana: que los rehenes salgan de excursión en bicicleta hasta la frontera debió ser idea del mismo que diseñó luego el fallido rescate.

Sin entrar en consideraciones históricas ni tampoco en la veracidad de lo que cuenta Affleck y tomándolo todo como una ficción para analfabetos históricos, el conjunto sigue chirriando por todas partes y hace aguas a la que se le aplica el mínimo sentido de la lógica resultando evidente su carácter panfletario que se reduce a la exposición de meras anécdotas en la búsqueda del aplauso patriótico que redimirá y exorcizará la vergüenza causada por la afrenta de los iraníes que mantuvieron durante 444 días los rehenes que quisieron.

ARGO pretende contarnos los entresijos de una operación protagonizada, como no, por un excelente "analista" de la CIA que se especializa en la liberación de rehenes, lo que ya daría risa a la vista de la historia que uno conoce: hubiera sido mejor ir a buscar a McClane o a Rambo, porque por lo menos hubiera habido más acción.

Ese protagonista, el propio Tony Méndez (interpretado por Ben Affleck) presenta una mal contada problemática familiar, un aspecto personal que se queda a medias, apenas apuntado, y se alía con un par de personajes de Hollywood, un especialista en efectos y un productor cascarrabias (John Goodman y Alan Arkin respectivamente) que serán vitales para el buen de la misión, no otra que conseguir que los iraníes se crean que los diplomáticos que pudieron escapar entre el tumulto invasor de la embajada, seis personas, en realidad acaban de llegar para inspeccionar el zoco a fin de rodar una película de serie B titulada, claro, ARGO.

Naturalmente, la misión es un éxito. No hay spoiler que valga porque desde los primeros compases uno ya se da cuenta del carácter panfletario de la película y resulta evidente que todo acabará con la victoria estadounidense, redimida la todopoderosa CIA por la intrepidez de su agente especial que actúa un poco como por su cuenta y riesgo, ofreciendo un relato que no coincide con la realidad pero que tampoco acaba por interesar, por emocionar, por lo menos desde la óptica de quien no siente como propias las barras y estrellas estadounidenses.

Incluso dejando de lado consideraciones relativas a la ética en las motivaciones de los personajes para actuar como lo hacen, tanto de un bando como del otro, la trama resulta fría en exceso y no acaba de producir la empatía necesaria para provocar la angustia por la incertidumbre del resultado de la operación de rescate: apenas se ofrecen detalles personales de nadie y en consecuencia los caracteres devienen en tópicos, casi irreconocibles en una uniformidad adocenada.

Por otro lado, la mecánica no está filmada con el brío suficiente para erigirse en un espectáculo visual que resulte atractivo por su propia forma ya que no hay tensión excesiva en el ritmo impuesto por Affleck que parece rehuir así el recurso a la acción por sí misma y no se da cuenta que los personajes carecen de gancho para producir emoción en el patio de butacas.

El trabajo interpretativo en general no pasa de eficiente, incluyendo a Alan Arkin que ha sido nominado ignoro porqué razón: la nominación a mejor película se entiende por el carácter propagandístico que intenta remedar errores del pasado reciente recreando la historia, pero incluso más allá de las razones para deplorar esas invenciones, si nos atenemos únicamente al ámbito artístico, me parece que tampoco da la talla. Veremos en qué queda toda esa propaganda enfrentada a otra propaganda mayor.

En definitiva, una muestra más del uso mediático interesado en defender ciertas posturas que ciertamente no esperaba en un cineasta como Affleck, ayer más independiente que hoy.


Documental








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divendres, 8 de febrer del 2013

Francis Urquhart








Podríamos afirmar sin titubear un instante que Francis Urquhart es hijo de tres padres y ninguna madre y que, nacido hace poco más de veinte años, ha alcanzado la inmortalidad del icono aunque su popularidad se reduzca a algunos afortunados que hemos tenido conocimiento de su existencia, le hemos seguido a lo largo de un lustro y constatamos, atónitos, la vigencia de su forma de entender la vida y específicamente la vida política.

Debe esa vigencia a su alma tenebrosa y a sus finas intrigas que provienen del profundo conocimiento que su primer padre, Michael Dobbs, tiene del terreno político en el que se mueve la criatura, no en vano Dobbs ha estado circulando desde hace casi cuarenta años por los pasillos del parlamento británico, siempre adscrito a las filas de los conservadores, ya desde la época en que Margaret Thatcher estaba todavía en la oposición.

El Sr. Urquhart -llamarle amigo sería craso error- se comporta teniendo en perspectiva el propio beneficio en primer lugar y el servicio público en segundo en una mezcla apasionada e indisoluble dominada por una convicción irreductible, una conciencia adaptada al cumplimiento de la satisfacción del poder político casi en términos epicúreos y una visión focalizada en la consecución de un objetivo, la inserción por méritos propios en los libros de historia. Urquhart no busca en primera instancia el lucro económico aunque jamás se ha planteado que su posición no lleve como anexo unos privilegios de comodidad de los que el coche con chófer es el menor.

Sus frases, como él mismo, son hijas de Andrew Davies, fino escritor que a instancias de algún inteligente funcionario de la televisión pública británica -la BBC, por supuesto- tomó prestadas las situaciones inventadas, o recordadas, o recreadas por Dobbs, y les dió una forma más apropiada para ser presentadas en la pantalla doméstica, que para estos menesteres nunca debería ser adjetivada como pequeña por la injusticia de la proporción.

Los tratos entre Dobbs y Davies se prolongaron hasta alcanzar el número de tres novelas y tres mini series televisivas protagonizadas por Francis Urquhart, que habiendo recibido su espíritu de dos padres, tomo cuerpo gracias al tercero, Ian Richardson, magnífico actor escocés de cuyo fallecimiento el sábado próximo se cumplen seis años, con lo cual estas notas sirven perfectamente de homenaje a un intérprete que destacó en el teatro clásico y supo llevar la finura de su arte también al cine y a la televisión, siempre ofreciendo muestras magistrales de expresión, gestualidad contenida y dicción impecables.

Francis Urquhart es el protagonista absoluto de una trilogía producida por la BBC en los años 1990, 1993 y 1995:




Conocida por el título de la primera parte, The House of Cards, que pudimos ver en 1990, en 1993 disfrutamos de su continuación To Play The King y aguardamos dos años más para comprobar cómo acababa todo en The Final Cut.

Al estilo de la BBC, cada parte de la trilogía se compone de cuatro episodios de una hora lo que supone una serie de doce episodios que, vista en perspectiva, sigue el clásico canon de presentación, nudo y desenlace, con la virtud añadida que cada parte tiene en su seno la misma estructura, una composición si se quiere poco aventurera y conformista pero desde luego pétrea y resistente al paso del tiempo; eterna, diría.

Los avatares de la actualidad desgraciadamente sitúan esta producción británica en la cresta de la ola y ha sido una coincidencia añadida que esta misma semana se haya producido el estreno de un refrito estadounidense que habrá que ver algún día aunque seguramente no aporte nada nuevo y probablemente no llegue a los extremos que los británicos son capaces de ofrecer sin perder la circunspección en un alarde de la flema que les caracteriza.

Una producción semejante desde luego es absolutamente impensable en España no ya desde cualquier televisión pública sometida a los deseos de los politicastros de turno sino incluso de las privadas, incapaces de ofrecer nada de tal calidad.

Lejos de lo que sería una bufonada sarcástica o un mero divertimento, la trilogía que nos cuenta las andanzas de Francis Urquhart se reviste de una realidad asombrosa por la naturalidad con que todo lo que ocurre va sucediendo, en el uso de una lógica malsana que domina los comportamientos de unas gentes entre las que resulta casi que imposible hallar atisbos de ética siendo la ambición el norte que señala los movimientos de todos: políticos y sus familiares, periodistas, gentes del comercio, nadie se para en observar la licitud de sus hechos más allá de la conveniencia y el mejor modo de acometerlos, creando una sensación de asombro en el espectador que, atónito, permanece enganchado a una trama que aúna la intriga palaciega sazonada de adulterios, difamaciones, infamias, maledicencias y crímenes de sangre.

Ian Richardson manifestó en una entrevista que para la composición del personaje de Urquhart había recordado sus estudios psicológicos de Ricardo III y de Macbeth y desde luego que el conjunto recuerda muchísimo los clásicos shakesperianos por los modos y las formas, en una presentación de la clase dominante absolutamente odiosa y abyecta, presa de las peores pasiones, vicios y ambiciones con una historia relatada con un ritmo tranquilo pero constante como una apisonadora que deja tras de sí un camino llano salpicado de sangre, mierda y podedumbre como abono a nuevos personajes que ocuparán el lugar de los desaparecidos.

Paul Seed dirigió House of Cards (1990) y To Play The King (1993) y Mike Vardy dirigió The Final Cut (1995) y seguramente gracias a la excelencia de la producción de la BBC que proveyó de los más oportunos medios, entre los que se cuenta un elenco más que sólido, a pesar del paso de los años entre cada parte de la trilogía repasarla ahora en conjunto es un placer que uno se siente en la obligación de compartir.

La trama en unas manos poco cuidadosas podría caer en una sucesión de efectos a cual más escandaloso porque, por ejemplo, veremos cómo la esposa de Urquhart, Elizabeth (estupenda Diane Fletcher), verdadera reencarnación de Lady Macbeth, se cuida de elegirle las amantes y lo hace con unas maneras que hasta parece que sea lo más apropiado, quizás lo más necesario y útil para la carrera política de su marido. Veremos también, que los periodistas, por una historia, no tienen reparo moral alguno, aunque ello signifique traicionar a quienes les depositan su confianza. Veremos, asimismo, cómo una esposa despechada puede conspirar contra su marido, mal que sea un monarca bien intencionado y veremos, cómo no, triunfar la insidia y la desvergüenza del chantajista más cruel.

Un verdadero cúmulo de conductas políticamente incorrectas, por usar la desafortunada expresión, que en épocas en las que la moral pública decae en la confianza en sus representantes puede provocar alguna pesadilla desasosegante: nada que no hayamos visto en los clásicos anteriormente, pero recreado con la vestimenta de la actualidad y presentado con unos ropajes modernos y unos usos descarnados y desprovistos de cualquier pudor, residiendo la fuerza tanto en un lenguaje rico y provisto de significados como en unos hechos desnudos de maquillaje.

Urquhart se nos presenta de inicio siendo el jefe de filas del partido conservador y acaban de ganar las elecciones. Piensa que en buena parte es gracias a su esfuerzo y confía recibir un premio en forma de un cargo en el nuevo gobierno, pero queda descartado y entonces, rompiendo el muro invisible, nos asegura a nosotros, mirones asombrados, que esto no va a quedar así.

El truco de dirigirse a cámara para darnos cuenta de sus pensamientos en cortos monólogos consigue de inmediato no la complicidad pero sí desde luego la cercanía y la absoluta sensación de conocedores de los más íntimos entresijos de la mente maquiavélica de ese Urquhart que a un tiempo logra asombrarnos por su astucia y asustarnos por su frialdad en emplear ciertos métodos sin dejar su elegante sonrisa y su mirada inteligente: alza las cejas en un guiño de complicidad y tenemos la sensación de que sabemos, de la historia, más que nadie. La dosificación del efecto es matemática, como lo es también la inserción de las actividades conspirativas de los diferentes personajes, porque en esta trama cada uno va por libre y todos buscando su particular provecho, sin que la amalgama de intereses, políticos y sexuales, sórdidos y humanos al fin y al cabo, se convierta en un galimatías, porque el discurso es diáfano y las sorpresas y giros de la trama atrapan la atención de forma irremediable.


Recuerdo haber visto la serie en televisión, en TV3, y cuando supe del refrito quise volver a verla: por suerte, la editaron hace poco en dvd, pero he de advertir, a quienes no gusten de los subtítulos, que, aparte de perderse la mitad de la magnífica interpretación de Richardson y compañía, que el doblaje está únicamente en catalán. 

Se conoce que la matriz la han sacado de la televisión pública catalana o que ninguna otra televisión autonómica la ha ofrecido nunca. 

Sea como sea, esta es una pieza que no debería dejarse en el olvido porque por aquí, de momento, nadie será capaz de decir ni hacer cosas semejantes con tal calidad y no porque no haya ejemplos en los que basarse para pergeñar tramas políticas plagadas de momentos vergonzantes.

Podríamos decir que es al anverso de la famosa serie Sí Ministro en la que el humor pone en solfa una clase política inepta: aquí, la seriedad llega con tintes dramáticos pletóricos de verosimilitud.

En cualquier caso, para el amante de las buenas historias, bien contadas y mejor interpretadas, esta serie de la BBC es una pieza ineludible a cualquier colección que se precie, con el añadido de la impresionante actuación de Ian Richardson.

p.d.: mejor no consultar vídeos en youtube porque están plagados de spoilers.







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