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dimecres, 25 de febrer del 2015

TC 35 Hasta que llegó su hora


Hace dos días coincidíamos en destacar el numeroso conjunto de secundarios que comparecen en una de las mejores películas del pasado año, en actuaciones que casi podrían denominarse con esa palabra específica y rara de "cameo" y mira por donde resulta que siendo de advertir, no es ninguna novedad.

En el lejano 1968 pude ver en el mismo cine una película que con el tiempo ha devenido para algunos en obra maestra y que para mí siempre ha sido una gran película con algún que otro exceso: uno, evidente, es llamar a colación en intervenciones de artista invitado a grandes, enormes secundarios de la época del cine clásico, tipos que ya entonces pertenecían por méritos propios a la Historia del Cine.

El apasionado Sergio Leone, fagocitador de westerns de todas las épocas pretéritas y creador con un estilo propio reconocible, agarró el teléfono y convenció nada más y nada menos que a Jack Elam y Woody Strode para que calentaran el patio de butacas en la escena inicial de una de sus películas más ambiciosas, conocida entre nosotros con el título de Hasta que llegó su hora.

La sangre adolescente que ya tenía un hervor cinéfilo se revolvía con esos planos sostenidos y calmados y la tensión que esos malditos ladrones de escenas procuraban atrayendo el interés de un patio de butacas que gritó asombrado coreando el primer tiroteo de la sesión:

Si esto empezaba así........

........ la cosa prometía...

N.B.: Escena inicial, tamaño grande o más grande, aún

La película, que supongo todos habrán visto ya (y si no, pueden verla aquí) cuenta con un reparto fantástico en el que sorprendió, lo que son las cosas, no la belleza de Claudia Cardinale (que también, claro) sino la gélida mirada de Henry Fonda en la primera ocasión que recuerdo haberle visto en color, porque antes lo había visto en muchas películas, pero siempre en la tele y en blanco y negro....

El póster lo tuve en la pared durante años: siempre me gustó.




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diumenge, 22 de febrer del 2015

Esa copita




Uno se sienta en la oscuridad del patio de butacas y abre los ojos para absorber todo lo que la pantalla es capaz de ofrecer.

En algunas, pocas, escasas ocasiones, hay un festival de imágenes bien entrelazadas que de inmediato producen una especie de euforia en el cinéfilo que, hambriento de cine, se frota los dedos porque percibe que quien está al mando se ha decidido por una vez a presentar gráficamente ideas que habrá que ir desgranando lentamente, con fruición.

Uno, que se alinea con los cinéfagos ya sin recato alguno a estas alturas, atisba de repente algo que llama la atención por insólito, desconocido: mecachis en la mar, porque el torbellino acaba de empezar, como quien dice y queda en la retina y en el ánimo suspenso una sensación que algún día habrá que aclarar: hay por ahí una copa diminuta que no ha pasado desapercibida al mirón empedernido, ojo avizor, empecinado en que todo lo que sale en pantalla tiene su porqué...

Esta ha sido la primera ocasión en que quien suscribe ha visto -y degustado- una película de Wes Anderson, del que se tenía noticia leída pero no vista, así que las sensaciones que produce (en realidad, produjo, pues los hechos primigenios acontecieron meses ha) su última película son nuevas absolutamente y ha sido un plato de buen gusto, reconfortante al extremo que, hallándose al alcance el dvd con la versión original, el bis estaba asegurado.

Me refiero, claro está, a The Grand Budapest Hotel (El gran hotel Budapest) que, visto lo visto (que no ha podido ser todo lo deseado) del año pasado, posiblemente sea una de las mejores, sino la mejor producción estadounidense de 2014 (esta noche, si nada falla, veré The Imitation Game) y desde luego una verdadera sorpresa para este cinéfilo que no esperaba cosa semejante.

Dice Anderson en los comunicados mercadotécnicos que se inspiró en sendas novelas del ahora semi desconocido Stefan Zweig para pergeñar un guión que él mismo se ha ocupado en dirigir y no hay porqué desconfiar de su palabra ya que desde el inicio la literatura está presente en esta buena pieza que no puede faltar a ningún cinéfilo que se precie: nos hallamos ante un esquema literariamente conocido por su solidez: en el inicio una jovencita homenajea al "escritor" ante su efigie y de colofón se dispone a leer su novela que será lo que en imágenes veremos, recuerdos de recuerdos de vidas vividas con pasión lo que no quiere decir apasionadamente ya que las formas educadas marcarán la diferencia entre gentes cultas, educadas y tolerantes y bárbaros despóticos y dictatoriales.

Cuando vi la película en el cine me quedé pasmado y declarado incapaz de escribir una sola línea coherente porque la multitud de sensaciones que la misma produce en un ánimo calmado pero atento a la pantalla es parejo a la embriaguez dichosa de quien asiste por primera vez a una bacanal.

Ha tenido que ser la disposición de la tecla de pausa, parar y revisar, la que ponga las cosas en su sitio mínimamente, como (me) ocurre con los libros bien escritos: y entonces, ¡ay! ha aparecido como no podía ser otra forma, el vivo recuerdo de la copita.

No una copichuela, un chupito, no; nada de eso: una copa pequeña, diminuta, delicada, de cristal, que aparece de repente cuando puestos ya en materia, Mr. Moustafá ha invitado al Joven Escritor a cenar para contarle los avatares de su vida: la ofrece cuidadosamente el maître soumiller para que Mr. Moustafá, dueño del hotel y su historia, cate la bebida que va a acompañar los suculentos manjares escogidos para la ocasión, una de esas cenas pulcramente literarias en las que un comensal cuenta a otro riquísimas anécdotas que conforman una azarosa vida y a tal efecto, además, le invita a degustar una bien dispuesta mesa.

Una copita que me llamó la atención en el cine y que me hizo levitar en la seguridad que el director se disponía a regalarnos los sentidos, porque yo jamás había visto servicio semejante.

Porque no lo hay: buscando afanosamente en la red, hallé lugares interesantes que hablan del protocolo de la sumillería y me quedé patidifuso pero no solventé la cuestión fílmica, así que cuando lógicamente me dispuse a repasar la pieza en su versión original el alto en la escena estaba garantizado y mira por dónde resulta que en la misma se observa un fallo de ràcord escandaloso porque la servilleta que protege la manga del sumiller aparece y desaparece como por arte de ensalmo en dos sucesivos saltos de eje, lo que me llevó a declararme tonto por fijarme en detalles nimios que no sirven al conjunto.

(Que digo yo que igual Anderson encargó a su ayudante que filmara el ir y venir de esa copita y luego pasó lo que pasó, que algunos no pasan nunca de ayudantes y es por algo)

Lo que cuenta, no obstante, es la intención y el desarrollo del conjunto: asistido como está Anderson de un elenco que quita el hipo (vaya pandilla de secundarios: dan miedo) se dedica a poner en imágenes una trama que bebe directamente de las fuentes de la novelística clásica de mediado el siglo pasado y medio en risa medio en serio dispone una aventura rocambolesca que sin alterar el ánimo lo mantiene en un breve suspenso interesado por el devenir de un relato que siendo clásico no es caduco, trufado de dobles lecturas y guiños que se van descubriendo lentamente, repleto de referencias ciertas o inventadas que harán las delicias del espectador que, atónito, siente las cosquillas que a su intelecto produce una película que no parece tener más -ni menos- pretensión que la de avivar la imaginación del público.

Alguien, al salir del cine, decía que resultaba una exageración increíble y fuera de toda razón la continuada referencia al pastelero Mendl al igual que los aromas del Air de Panache, pero hete aquí que, meses después, me encuentro con la irrefutable prueba: "cómo hacer la Courtesan au chocolat de Mendl's" lo que demuestra que esta buena pieza de Anderson no tan sólo por una muy eficaz mercadotecnia consigue trascender la pantalla, como ocurre, por ejemplo, con las recetas que nutren a los mafiosos al servicio del clan de los Corleone, pero eso ya si acaso, sería otra entradilla la mar de nutritiva, también.

El cuidado riguroso de Anderson con esta película, el mimo excesivo por los detalles, con la excepción que confirma la regla del fallo de ràcord hallado casualmente, produce una sensación de plenitud en el espectador que de inmediato es consciente de hallarse ante un trabajo bien hecho y medido rigurosamente por el director que incluso se permite jugar con la memoria gráfica del veterano cinéfilo: no hay más que percatarse de la forma en que corren los protagonistas, elevando ostensiblemente las rodillas, exagerando el gesto, recordando su silueta los grandes mimos del cine silente usando su cuerpo para expresarse.


En el apartado interpretativo Anderson, que cuenta como ya he señalado con una banda de secundarios dispuestos a partirse un diente para robar la escena, demuestra tener las ideas muy claras de lo que pretende y desea comunicar y descansa todo el peso de la función en un infra valorado Ralph Fiennes que hay que disfrutar, sí o sí, en versión original y a todo trapo, una demostración -por si había alguna duda- de la enorme panoplia de recursos al alcance del muy versátil británico que nos regala un trabajo perfecto, idóneo al personaje ciertamente complejo y disparatado que lidera toda la aventura, secundado -y nunca tan oportuno el adjetivo- por el joven Tony Revolori que se hace imprescindible y verdadero co-protagonista de una trama por momentos alocada, romántica y siempre maravillosamente irreal que pasa en un suspiro.

Es cuando ya has acabado de verla que te percatas de la estupenda banda sonora, de la acertadísima caligrafía cinematográfica que usa todos los planos imaginables sólo para reforzar la casi surrealista historia y una fotografía que permanece al servicio de la película recreando con esas luces opalinas un ambiente que se identifica como añejo al instante.

Un conjunto absolutamente imperdible que reconcilia la alegría de la fantasía bien hecha con las ideas transitando desde la pantalla hasta el patio de butacas, absorto, sorprendido hasta que la vuelta a la realidad propicia el fin con el cierre del libro que se nos ha leído.

Plus: La página de la película

post-data: dándole vueltas y vueltas, compruebo que el fallo de la servilleta quizás no lo sea exactamente de ràcord, porque lo que se ve es cambiar la botella de champagne de mano derecha a izquierda, permaneciendo la servilleta en la mano, dejando desnuda la botella en la mano izquierda, algo inusual, ciertamente, pero no estrictamente fallo de ràcord, tal como lo entendemos. Un mal servicio del sumiller, en todo caso, pues con la servilleta desplegada roza el plato del comensal, algo que Mr. Gustave hubiera deplorado profundamente...






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diumenge, 8 de febrer del 2015

Don Pedro, Don Manuel y yo





Hoy, amigos, no vamos a hablar de cine: bueno, un poquito sí, pero sólo como referencia vital.... ¿os parece bien?


Norman Tealby (1928)


Tengo en mi colección de vinilos, desde hace muchos años (la grabación es de 1977, pero seguro que lo compré en los ochenta primerizos), una versión del ballet El sombrero de tres picos basado en la célebre novela corta de Don Pedro Antonio de Alarcón (1833-1891) reducido convenientemente a libreto por el hoy casi desconocido Don Gregorio Martínez Sierra (1881-1947) (del que con malicia aventurera se podría hacer una película semejante a Big Eyes) y musicado por el no menos célebre internacionalmente Don Manuel de Falla (1876-1946)

El disco en cuestión, versión de Seiji Ozawa dirigiendo la Orquesta Sinfónica de Boston con la intervención de Teresa Berganza (la mejor mezzosoprano que jamás ha existido) lo escuché tantas veces que casi me sé de memoria las notas.

Cuando leí en la contraportada el artículo de José Luis García del Busto, hice lo que entonces podía hacer de inmediato: comprar y leer ávidamente la novela de Don Pedro Antonio, del que ya había leído, cuando hice el bachillerato, El Capitán Veneno.

El sombrero de tres picos no me lo hubiera recomendado mi profesor de Literatura de cuarto porque se habría ganado una bronca y sin ser especialmente beligerante ni atrevida, sigue siendo una pieza corta muy bien escrita que, formando parte como es natural del acervo cultural, puede obtenerse legalmente en diversos enlaces:

El sombrero de tres picos (facsímil, con el prefacio del autor ) (En formato html sin prefacio)

Facsímil de la edición norteamericana de Simon & Schuster (traducida en 1928) con unas magníficas ilustraciones de Norman Tealby

Los facsímiles se pueden descargar: hay un icono en lo alto de la columna izquierda.

Como es natural, lo mismo que me ocurre con el Preludio a la siesta de un Fauno (de Debussy), o el Bolero (de Ravel), por citar dos ejemplos coetáneos o casi, cuando escucho la música me gustaría ver también el ballet.

Ha querido la casualidad que andando por el éter a raíz de haber visto Whiplash buscando ejemplos que se adecuaran a la pasión compulsiva de los protagonistas, hallara, como ya quedó enlazada, una afirmación de la bailarina española Aída Gómez en la que hacía referencia a su relación con el bailarín Antonio, al que de adolescente veía en la televisión en blanco y negro constantemente adulado y de una cosa a otra fui a parar al ballet de El Amor Brujo, también de Falla, que ya vimos hace muy poco, en una película curiosa, Luna de miel. (Esta tediosa explicación se la debía al amigo Víctor, que se preguntaba el porqué, y espero que quede satisfecho con ello)

En la coreografía de El Amor Brujo comparece, coprotagonista, el gran Leonide Massine, que, mira por donde, fue quien, trabajando en los Ballets Rusos de Diaghilev, se encargó de realizar la coreografía, en 1919, del ballet de El sombrero de tres picos, con una escenografía y figurines realizados, a tal efecto por Pablo Picasso, hecho que yo ya conocía, por haber leído en muchas ocasiones la contraportada de mi preciado vinilo.

El mundo es un pañuelo, sí.

Ahora que tenemos internet, que menos que buscar por ahí esa coreografía de Léonide Massine, para la ocasión interpretada por el francés patrick Dupond : La Farruca, Danza del molinero

Lo que pasa es que uno es lo que vulgarmente se llama "culo de mal asiento" y no me quedé muy satisfecho que digamos, así que, volviendo al más reciente origen de todo el tinglado, repasé una vez más la entrevista a Aída Gómez y efectivamente ahí estaba una buena pista para lo que yo quería, justo en el primer párrafo, antes de empezar: hubo un ballet en 1997 y tenía que haber alguna grabación.

Cabe suponer que las relaciones entre grandes bailarines son todo lo fáciles que el momento permita pues los genios tienen su pronto, pero sin duda les caracteriza el trabajo intenso: en el ballet, probablemente el Arte más físico, el esfuerzo será más agotador y el paso del tiempo un lastre a la perfección del empeño: Antonio, sin duda conocedor de la coreografía del colega Massine, decidió realizar la suya propia teniendo en mente la escenografía y los figurines de Picasso y sobre todo la fuerte raíz flamenca de la composición del maestro Falla. La coreografía de Antonio triunfó en 1958, justo un año antes de estrenarse Luna de miel.

La coreografía de Antonio se basa en la llamada danza bolera que exige formación especializada y un más que considerable esfuerzo físico para dar esa sensación tan engañosa de fácil ligereza.

Después de todos estos avatares acabé hallando lo que buscaba y puedo afirmar que desde que lo encontré, hará quince días, lo he visto por lo menos cuatro veces.

Aquí tenéis, por si no lo conocíais, el ballet de El sombrero de tres picos de Manuel de Falla, escenario y figurines de Picasso (éstos realizados en ¿Birmingham?), según la coreografía de Antonio, con el que se reinauguró el Teatro Real de Madrid en 1997, retransmitido por TVE y que, tonto de mí, no ví en su momento.

Pablo Picasso (1919)

La compañía de Antonio Márquez con Aída Gómez , ballet completo (40 minutos que pasan en un suspiro) El sombrero de tres picos (1997)

Me faltan palabras para expresar los sentimientos que me produce ésa representación, para mí una obra maestra, redonda, perfecta, increíble: un verdadero regalo para todos los sentidos que me encantaría poder comprar en un dvd con la resolución y el sonido que se merece, porque piezas como ésta no suelen verse a menudo. Espero que os haya gustado tanto como a mí.

Del ballet, de los escenarios y figurines, de la propia novela corta de Alarcón, sin duda hallaréis en la red decenas de sitios donde informaros mejor que aquí, contento con haber proporcionado el aviso de la existencia de esta memorable pieza de arte español por los cuatro costados.

Y ya que estamos en un día especial con excepciones, añadamos un par de propinas:

La versión que con motivo del festival anual BBC PROMS presentó la compañía de Antonio Marquez con Sara Martin en unas condiciones harto difíciles, con un resultado sorprendente que dejó a los británicos entusiasmados: El sombrero de tres picos (2013)

Es de advertir alguna pequeña diferencia entre la velocidad estratosférica de 1997 y la de 2013, no en vano, amigos, transcurren dieciséis años, lo que significa que el gran Antonio Márquez contaba ya con cincuenta tacos de nada que, visto lo visto, hace pensar en Mefistófeles, porque el bailarín, en el mismo festival, lleva adelante la coreografía del Ballet del Bolero (2013)





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dijous, 5 de febrer del 2015

Whiplash




Pablo Picasso desvelaba el secreto del genio: procurar que la inspiración, cuando llegara, le encontrara a uno trabajando.

Ladislao Kubala fue un maestro en el lanzamiento de balones de fútbol a balón parado, consiguiendo con aquellos borceguíes de hace más de medio siglo y aquellas pesadas pelotas de cuero atado unos efectos que sorprendían a los cancerberos enemigos y su arte no era casual: cuando los demás se iban a casa, él quedaba en el campo ensayando una y otra vez, con la izquierda, con la derecha, con la izquierda, con la derecha.

A William Wyler le apodaban "99 takes Willie" porque, en su loco afán por conseguir la toma perfecta, repetía una y otra vez el mismo corte: luego los actores que dirigía obtenían el premio Oscar, pero decidían que era insufrible trabajar de aquella forma y algunos rechazaban repetir con el maestro.

La gran bailarina española Aída Gómez suele recordar su aprendizaje bajo la tutela de Antonio Ruiz Soler y expresa el alto nivel de exigencia del bailarín y coreógrafo que ella comprendió y admitió a sus catorce años porque se dió cuenta que era un genio de la danza y tenía la suerte de aprender de él, directamente.

El talento sólo no basta: hace falta trabajar duro.

El joven Damien Chazelle tenía una idea y a falta de fondos, consiguió convencer al veterano J.K. Simmons para que protagonizara un cortometraje a modo de ensayo general: un profesor de música y su relación profesional con un estudiante: el proyecto, una reducción de un guión más amplio, consiguió triunfar en el festival de Sundance 2013 y como consecuencia obtener fondos para filmar un largometraje, cabe suponer que siguiendo el original.

En buena lógica, Chazelle mantuvo a J.K. Simmons para incorporar al educador musical pero, por motivos que él sabrá, cambió al otro Simmons, Johnny, por el también joven actor Miles Teller para interpretar al educando aspirante a baterista.

Parece ser que Chazelle en su juventud más temprana formó parte de una banda de música y debió quedarle el ánimo prendido por la idea de llevar a la pantalla parte de sus experiencias: las relaciones entre maestro y discípulo no son muy originales ni novedosas en su esencia, no en vano podemos fácilmente remontarnos a los verdaderos clásicos y me refiero expresamente a Pigmalion y por supuesto a su versión cinematográfica por excelencia en el musical de My Fair Lady que ya tratamos aquí hace tiempo.

Falto sin duda de la genialidad de Bernard Shaw, el joven Damien Chazelle nos hurta la posibilidad de contemplar la pasión arrebatadora que el arte puede llegar a producir en personajes sensibles y opta, de forma un tanto sorprendente, por emular a través de su protagonista adulto, Fletcher, unos modos y manejos que a los pocos minutos de iniciarse la película traen a nuestra memoria cinéfila el personaje del sargento Foley, dedicado a machacar -con todo el cariño, eso sí- al aspirante a Oficial y Caballero, Zack Mayo.

Sería desconsiderado y quizás excesivo asegurar que una buena traducción - traición- adaptación del título Whiplash (que lo es de una composición jazzística) para el público español podría ser ajustadamente "La nota con sangre entra" pero no andaríamos muy alejados de la sensación que permanece una vez transcurrida la hora y media larga de metraje que probablemente se antojará más larga a todos aquellos cuya sensibilidad por la música de jazz sea nula, porque Chazelle -seguro amante del jazz- se muestra incapaz de filmar casi nada que no sea en torno a la música, su aprendizaje y ejecución, desechando en mala hora la posibilidad de humanizar su relato en torno a personajes que sienten pasión por la música: hay en la película algunos momentos que le otorgan un sentido especial, pero Chazelle inexplicablemente los aborda con brevedad con un pudor que se antoja excesivo, como no queriendo profundizar en la psicología de unos tipos dotados de perfiles básicamente interesantes, dotados de una pulsión artística que domina su forma de entender la vida.

Así, ese profesor de música que lidera la banda de la escuela, Fletcher, se comporta con los modos de un instructor militar de la vieja escuela creyendo que en la desesperación el genio halla la fuerza para seguir adelante y alumbrar un camino mejor sin saber diferenciar trabajo duro de trato inhumano partiendo de una convicción plausible que define muy bien: nada ha hecho más daño al arte que dos palabras: "buen trabajo".

La conformidad está reñida con el camino a la perfección que siempre producirá en el artista la angustia vital de hallarse o no en él: la duda, la incertidumbre, la falta de seguridad nunca han sido ajenas al alumbramiento de obras maestras y únicamente los necios piensan que aciertan siempre a la primera. Chazelle no se atreve a adentrarse y profundizar en sentimientos dolorosos y felices y simplemente sobrevuela una relación de aprecio y odio entre enseñante y aprendiz, unidos ambos por un destino deseado que les supera condicionando su actitud con unos requiebros en su conducta que no acaban de estar todo lo bien escritos que sería de desear: seguro que la concurrencia de algún guionista con más experiencia y oficio (difícil de hallar en la industria del cine actual) hubiera proporcionado a la trama una solidez e interés más firmes así como unos diálogos más seductores y sensibles.

Chazelle filma bien las escenas de la instrucción musical y de los conciertos pero a pesar de ello el ritmo del conjunto se resiente de la reiteración, casi complaciente, del guión: precisamente recordando el conjunto días después, viene a la memoria lo de "buen trabajo" como causa de satisfacción del joven director y guionista que quizás motivado e impelido por la falta de fondos se conforma con lo rodado y aquí hay que incluir el apartado interpretativo: Miles Teller resulta frío en exceso como estudiante y J.K. Simmons se excede en su composición evidenciando una falta de autoridad del director sobre la que en realidad es la estrella de la película, mal que su trabajo le haya reportado premios y nominaciones como actor secundario, que lo es el bueno de J.K., redomado ladrón de escenas.

Siendo uno de los actores secundarios de más prestigio desde hace ya algunos años y habiendo dado muestras de su buen hacer tanto en el cine como en la televisión, J.K. debería haber recibido galardones por otros trabajos, pero no por éste, por dos razones de una lógica aplastante: primero, porque se le nomina y premia como actor secundario, siendo así que prácticamente aparece en todos los fotogramas de interés: hay protagonistas que salen menos, en otras películas; y segundo, porque lamentablemente, con esta película se sitúa en el grupo -nada despreciable- de buenos actores secundarios que no pueden soportar en sus espaldas, anchas, el peso de una película entera: no por lo menos sin la dirección de un buen director, que no es el caso: los aspavientos de J.K. Simmons acaban por cansar: nos recuerdan mucho, muchísimo, al gran secundario Louis Gossett Jr., pero él aparecía menos en Oficial y Caballero, donde, recordemos, había una trama romántica aparte. Es comprensible el afán de un buen actor por constituirse en estrella de la función pero es un error pretender abarcar más de lo que uno puede: que le den premios con esa sinrazón satisfará el ego del actor pero no nos procura a los cinéfilos amantes de las buenas interpretaciones más placer del que somos capaces de degustar, mal que nos pese, vista la mercadotecnia que ha preparado el camino al estreno.

En definitiva, una película que puede resultar insoportable a quienes no sientan gusto por el jazz ya que van a estar hora y media oyéndolo y un entretenimiento pasable para quienes sepan reconocer de inmediato las notas de Caravan aunque la versión sea mejorable y una oportunidad de comprobar cuan cierto es que la conformidad está a menudo reñida con la excelencia.







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