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divendres, 29 de gener del 2016

Oxímoron e hidra




De entrada la idea de presentar dos amigos que en su senectud mantienen actitudes distintas frente a su momento vital mientras comparten recuerdos comunes, verdades a medias y mentiras inocentes por la desmemoria imputada al envejecimiento podría dar origen a un guión que, filmado con seriedad, conduciría a una película inteligente e interesante.

De una parte, Fred Ballinger es un compositor y director de orquesta que da por finalizada su actividad pública regodeándose en una apatía que le embarga y le sitúa en el polo opuesto al ansia frenética de su amigo de la infancia Mick Boyle, director de cine y guionista que está empeñado en ultimar el guión de la que será, dice, su testamento cinematográfico, su última película.

Ambos se encuentran en un lujoso pero envejecido y mal mantenido balneario suizo cabe los Alpes, paisajes hermosos, tranquilidad y reposo para Fred y reuniones de trabajo de Mick con un grupo de jóvenes ayudantes para conseguir el final perfecto a un guión que llevan meses pergeñando.

Fred y Mick, aparte de amigos del alma, son consuegros: el hijo de Mick, Julian, está casado con Lena, hija de Fred, que se despide de su padre para ir al aeropuerto, pues con su esposo se van de viaje de vacaciones: Lena volverá hecha un mar de lágrimas pues Julian la ha plantado, en el mismo aeropuerto, diciéndole que se va a vivir con la cantante Paloma Faith. Fred y Mick quedan estupefactos y Mick, además, avergonzado y cabreado por la estupidez de su hijo.

Este breve planteamiento deja mucho por contar del ingente material que maneja Paolo Sorrentino en su última película que usa un título inglés, Youth (La juventud) probablemente porque la intención era acaparar repercusión mediática y comercial aprovechando el tirón de la excelente La grande Bellezza, e la que hablamos en su momento, reclamo muy potente que ha devenido en craso error para este cinéfilo que suscribe.

Acaso Sorrentino pretendía con su película reflexionar una vez más sobre la gente que cuenta con más años y basar su relato en el oxímoron que se huele en el aire cuando Fred, después de recibir la atención del médico del balneario, que le asegura está perfectamente, le inquiere: ¿Y ahora qué? "La juventud" le responde el taimado galeno, dejando perplejo a Fred y decepcionados a nosotros constatando la impresión de hallarnos ante una parafernalia hueca de contenido, propia de charlatanes de feria o mercadillo.

Sorrentino emplea dos horas de nuestro tiempo para crearnos confusión mental pretendiendo convencernos que nos está transmitiendo una idea cuando en realidad, meditada con un poco de perspectiva, uno acaba por descubrir que en esta película el guionista y director -no tiene escapatoria: es responsable- se dedica a tirar cohetes artificiales todo el rato.

La trama está adornada por una serie de personajes colaterales de los cuales el mejor y más sustancioso es el del actor Jimmy Tree pero que no aportan casi nada a la narración, siendo casi prescindibles, como desechables son muchas escenas que Sorrentino nos presenta supuestamente porque han quedado bien fotografiadas, son resultonas, guays, chulas, pero que no conducen a ningún lado, como, por ejemplo, todas las que tienen como protagonista a un Diego Maradona en horas bajas o a una masajista eslava mientras hace gimnasia ante su televisor. Claro que igual se me escapó el significado.

Pero la impresión es el de una hidra de siete cabezas, una por cada elemento distorsionador, cabezas que no vamos a cortar no sea que se multipliquen y acabemos en un pandemonio porque a diferencia del ser mitológico, todas las cabezas, los distintos ramales del guión de Sorrentino, cada uno parece ir por su lado sin una fijación en el objetivo que debería ser aportar unidad a un relato en el que la película aparenta basarse y ése se me antoja un oxímoron que Sorrentino no buscaba ni pretendía y que a la postre deja el conjunto en algo parecido a una feria de vanidades acumuladas sin orden ni concierto, las más excluibles sin merma del conjunto, algunas directamente errores capitales que rompen la lógica pretendiendo quizás una imaginería surrealista que en la anterior ocasión tenía su razón y aquí pesa como una losa turbando el ritmo del cuento. La cantidad de desnudos en lugares públicos del balneario y la prostituta que acude al trabajo en compañía de su mamá hasta las puertas del establecimiento nos quitan cualquier atisbo de realismo y me hacen dudar de las intenciones de Sorrentino al incluir esas escenas tan gratuítas como buscando directamente una calificación "moral" determinada en el circuito estadounidense. Aquí, en Europa, ni nos escandalizamos ni nos las creemos.

Detengámonos en otras cuestiones no tan literarias para observar que la caligrafía cinematográfica de Sorrentino resulta preciosista en exceso, barroca sin sentido ni objetivo y sin que la demasía de imágenes bien fotografiadas haga más que molestar al ritmo; los devaneos esteticistas más que estéticos de la cámara servida por Luca Bigazzi son como las fotografías nítidas pero faltas de emoción y composición, instantes de una cotidianeidad que a nadie importa, obstáculos a una trama que no precisa discurrir en un retablo de las maravillas.

Michael Caine como Fred Bellinger realiza una interpretación fría, pausada, muy de bajo nivel: diríase que el actor no está muy seguro de lo que siente su personaje en cada momento, como si le estuviesen dando el guión por partes, técnica nada novedosa que al efecto no sirve a su propósito: resulta difícil mencionarlo sin señalar escena alguna pero baste indicar que, por ejemplo, cuando sabe del súbito abandono de su hija, casada precisamente con el hijo de su mejor amigo, queda como pasmarote, falto de realidad y lógica. Le han otorgado algún galardón, tal como lo veo, injusto.

Harvey Keitel como Mick despliega su sabiduría de veterano en todas las lides y se le siente emocionado, aliviado, cabreado y disgustado cuando toca y roba todas las escenas salvo cuando aparece como un torrente una Jane Fonda que aprovecha sus cinco minutos de gloria sin miramientos, ya que su papel está bien escrito.

El joven Paul Dano sigue pisando fuerte, resistiendo los embates de la cámara sin inmutarse, en un papel que tiene más de escuchante que de verborreico, dibujado apropiadamente como un secundario de lujo, un mirón que hubiera debido ser representante del patio de butacas para aclarar conceptos y queda en oportunidad para que Dano siga demostrando que no le tiene miedo a ninguna estrella del firmamento cinematográfico mientras actúa más con la mirada que con el gesto, siempre impasible.

El resto del elenco cumple con el encargo, encabezados por Rachel Weisz como la hija de Fred; un paquete de secundarios en el que hay de todo, muchos de ellos felices por los minutos que tienen en pantalla -cuando deberían ser apenas segundos en el mejor de los casos- gracias a la rocambolesca forma de narrar de Sorrentino, apoyado por Cristiano Travaglioli que como jefe de la sala de montaje alguna responsabilidad tendrá, digo yo, por el estropicio final, repleto de escenas que las tijeras deberían haber liberado.

La debacle la termina Paolo Sorrentino gracias a una banda sonora de la que únicamente puede salvarse el videoclip que nos endilgan de Paloma Faith, pues ni los "cover" (ahora llaman así a las versiones) que ofrece el lamentable grupo The Retrosettes dan para más ni las "composiciones cultas" de David Lang -por mucho que lo hayan nominado a premios- tienen carácter para levantar la función: más bien lo contrario, porque los números musicales, excesivos, son otro lastre -otra cabeza de la hidra- más para una historia que a priori podía tener atractivo pero que por falta de alguien que le llamara al orden (aquí es cuando aparecen los defensores de los Productores de antaño) el señor Sorrentino escribe mal y dirige peor.

Si les sobran dos horas, siempre pueden leer un libro. O ver otra película. Una que sea imperdible.










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dimecres, 20 de gener del 2016

Ettore Scola






Vaya mes de enero que llevamos: la parca parece que tiene mucho trabajo, esperemos que atrasado.

Se ha llevado ahora a Ettore Scola, excelente guionista y director italiano que en un siglo XX en el que Italia puede presumir de grandes cineastas, él tuvo su sitio.

En 1977 nos asombró con Una jornada particular de la cual dejamos constancia; de su labor como guionista dan fe todas sus películas y muy especialmente la que a primeros de los ochenta supuso un atrevimiento artístico sin miras comerciales, una obra, El Baile, que causó estupor y admiración por partes iguales, un encadenamiento de escenas en torno a una pista de baile sin palabra alguna.

Veamos una de ellas, el tango:




En 1997 el cineasta italiano escribió y dirigió un cortometraje titulado significativamente 1943-1997, apenas nueve minutos, del que no hay que decir nada más que véanlo:





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Descanse en paz.






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Esos deben ser gigantes






En el otoño de 1960 Harold Prince, que el próximo día treinta va a cumplir ochenta y ocho años, era un joven productor teatral de reconocido éxito cuando uno de sus eventuales colaboradores, un escritor llegado de Boston a Broadway para ayudarle a retocar detalles del musical Tenderloin, le dejó leer su primera obra teatral, en la que, aseguraba, había estado trabajando durante dos largos años.

Prince, que ya había recibido tres galardones Tony por su labor en The Pajama Game (1955), Damn Yankees (1956) y Fiorello! (1960) y dos nominaciones por New Girl in Town (1958) y West Side Story (1958), leída que fue la obra del novel autor, decidió adquirir los derechos de representación de la pieza.

Y se la guardó en un cajón.

Tiempo después, Prince acababa de obtener un éxito con la comedia Take Her, She's Mine (que permaneció en los escenarios prácticamente un año representada en más de cuatrocientas sesiones antes de ser trasladada, cómo no, a la pantalla grande con el mismo título, debido precisamente a su éxito de público) y mientras la comedia iba funcionando Harold viajó hasta los escenarios londinenses y allí quedó prendado por los modos escénicos de la directora Joan Littlewood, triunfadora en los escenarios del East End con Oh! What a Lovely War (que luego llevaría al cine Richard Attenborough) y se le ocurrió que la británica muy bien podía dirigir aquella pieza que un día compró, estrenarla en el East End, foguearla bien, pasarla al West End y de allí a Broadway, saltando el charco.

Es decir, que Harold Prince, el productor teatral de éxito, estaba convencido de la bondad de la obra de teatro del autor novel.

A Joan Littelwood la pieza le gustó y aceptó como propias las ideas de Prince: la obra, con ser de un novicio, al parecer estaba llena de notas y acotaciones y a falta de menos de una semana para el estreno Harold Prince, que viajó adrede a Londres para ello, se percató que la cosa no funcionaba: los intérpretes todavía estaban haciendo ejercicios de aproximación a los personajes, pero no se sabían las líneas de diálogo. Litlewood había trabajado como de costumbre, creyendo en la improvisación y Prince tuvo el pálpito que aquello acabaría mal.

Así fue. La crítica se cebó en un elenco a todas luces inadecuado y falto de preparación, una dirección que no parecía entender la comedia, pero salvaba el texto asegurando que era divertido y que era una pérdida presentarlo de esa forma.

Litlewood aceptó el fracaso, reconociéndolo amargamente y cerrando el Theatre Royale por tiempo indefinido y Harold Prince se volvió con la obra a Broadway como perro con rabo entre las piernas, encontrándose con el autor quien le pidió que fuese él mismo quien dirigiera la obra en Broadway. Ante el comprensible deseo del autor de ver su obra representada en escenario, Prince, que ardía en deseos de estrenarse como director, antes que nada, acudió a una pareja de intérpretes para que le hicieran una lectura de la pieza, para ver cómo sonaba: George C. Scott y Colleen Dewhurst (en aquel momento matrimonio) se mostraron encantados con los personajes protagonistas de la pieza y la lectura fue un verdadero éxito.

Pero a Harold Prince, convencido de la calidad del texto, por mucho que se esforzaba, no le llegaba la inspiración: no tenía ni idea de cómo afrontar la obra: él, productor reconocido en Broadway, atorado por una historia en la que, someramente hablando, Justin Playfair, un neoyorquino bienestante, viudo reciente, se cree que es la personificación auténtica de Sherlock Holmes y su hermano, acosado por deudas de chantaje, encomienda a una psiquiatra que le firme los papeles para internarlo en un manicomio y así hacerse con los bienes de su hermano como administrador.

Claro que ésa sinopsis es muy esquemática.

A George C. Scott, avezado pisa escenarios, el personaje le parecía un bombón para interpretarlo.

Y a la que entonces era su esposa, Colleen Dewhurst, le encantaba la idea de representar a la Dra. Mildred Watson.

Pero no pudo ser.


Watson : Es usted como Don Quijote, cree que todo es distinto de como es.

Holmes: Bueno, el tenía su punto de razón, pero lo llevó demasiado lejos: pensaba que cada molino era un gigante: eso es una locura, pero si el creía que podían serlo, porqué no...

Seres más inteligentes creían que el mundo era plano. ¿Pero y si no lo era? Podía ser redondo...

Y el pan enmohecido ser medicina.

Si nadie se fijara en las cosas, y pensara lo que podría ser, todavía estaríamos en la selva, con los monos.




En realidad, no pudo ser para Colleen Dewhurst.

Puede que George C. Scott se quedara con un ejemplar de la obra teatral guardado en su carpeta de pendientes y entre representación teatral y película de resonante éxito, primero coincidió con Paul Newman en la celebrada El buscavidas (1961) y luego obtuvo fama internacional al obtener el premio Oscar al mejor actor por su interpretación del general Patton (1970) y desechar públicamente ir a recogerlo, demostrando, por si hubiera dudas, que los del Atlántico (New York) se sentían muy alejados de los del Pacífico (Hollywood) e iban a su bola.

No perdería mi apuesta si fiara el todo a que, quizás en una cena, George C. Scott se pusiera a leer aquella comedia que tanto le gustaba en la que él se veía siendo un Sherlock muy especial, y resultara que la esposa de Paul, cenando a su lado, quisiera darle la contra réplica leyendo al personaje de esa Dra. Mildred Watson que, de repente, atrapó su ánimo y la enamoró. Seguro que Paul abrió los ojos, George le aseguró que ni en broma cedía el trato, pero Newman lo acababa poniendo sobre la mesa unos billetes, como productor asociado, sin figurar mucho, para complacer a Joanne Woodward, su querida esposa, dejando que George, descubridor al fin y al cabo, se quedara con el plato fuerte.

Colleen y George se divorciaban por última ocasión en febrero de 1972.

La película que produjo Newman junto a otros se tituló, igual que la pieza de teatro, They Might Be Giants y se basaba en el guión que sobre su propia obra realizó James Goldman, que tuvo que esperar once años para ver en pantalla la que fue su primera obra teatral, pieza que, como se ha relatado, jamás se ofreció al público en un teatro, más allá de quince días de fracaso londinense.

Cuando Goldman recibió el encargo de escribir el guión sobre su propia obra, ya había sido aclamado por la posterior El Leon en Invierno, como vimos hace muy poco. Seguramente fue el propio Goldman el que recomendó la contratación de Anthony Harvey como director, ya que sin duda y por mucho que lo pretendiera el propio Harvey, la profusión de notas y acotaciones de Goldman -junto con la flaqueza de Harvey- aseguraban un resultado cercano a las pretensiones del autor.

Con lo que no contaba Goldman era con los gerifaltes de la Universal, que, probablemente espantados al visionar una película que poco tenía de comedia romántica, decidieron cercenarla y remontarla a su gusto: incluso el pánfilo de Harvey, posteriormente, despacharía muy brevemente su experiencia con esta pieza de Goldman, relatando intromisiones de la Universal.

Si sería nefasta la intromisión que Goldman capturó sus derechos y la obra, que se sepa, nunca más ha sido representada e incluso apenas hay rastro de su temprana edición de 1961: dos ejemplares en amazon, yo diría que fotocopias de libretos de actores (a $80), pero ni rastro del guión cinematográfico del que hay que suponer una vez más su pulcra redacción y minuciosa acotación por parte de Goldman, marca de la casa.

No resulta sorprendente que George C. Scott permaneciera tanto tiempo prendado de ése protagonista, antiguo abogado de prestigio y luego famoso juez neoyorquino que, hallándose de repente viudo, pierde la cabeza y se reinventa o renace como el propio Sherlock Holmes, pero no un Sherlock que sea una paráfrasis o un homenaje al invento literario de Conan Doyle, si no, como el propio título apunta, émulo del caballero andante Don Quijote, viendo gigantes donde los demás, vulgo normales, sólo ven molinos.

Una vez más, el texto de Goldman excede las posibilidades cinematográficas de Harvey que se mantiene en una forma de filmar acomodaticia y lejana de todo riesgo, otorgando a esta fábula fantástica un tratamiento de comedia romántica extraña pero nada irreverente ni caótica, apenas excéntrica. El guión bebe de las fuentes clásicas y nos presenta un caballero juicioso, lleno de razones, convencido de ser el famoso Sherlock Holmes, ataviado al punto de gorro de cazador y pipa de espuma de mar, empeñado en dar caza a su archienemigo Moriarty: no hay en la trama misterio alguno más allá de la imposibilidad de hablar de un enfermo psicosomático de la Dra. Watson y el empecinamiento del autoproclamado Holmes alberga aires quijotescos que la facultativa apunta en la frase resaltada más arriba no siendo obstáculo para que ella, partiendo de una conciencia científica, acabe por sucumbir a la magia imaginativa del paciente que le imponen no para que le provea de sanación : para que firme y declare su insania mental: precisamente la veracidad de lo que la mente conoce como cierto es el punto de inflexión del héroe, dispuesto a dudar de una realidad quizás impuesta por una sociedad que no ve más allá de lo que le interesa desdeñando los deseos y ensoñaciones de los ciudadanos: uno se queda embobado, como el protagonista, escuchando las ganas del bibliotecario de ejercer como la Pimpinela Escarlata: ¿por qué no?

El buenísimo trabajo de todos sus intérpretes, encabezados por magistrales composiciones de George C. Scott y Joanne Woodward, permite al aficionado disfrutar de una comedia que de romántica tiene un deje, y de surrealista inocente con puñalada directa al materialismo imperante un mucho más; un texto rico en intenciones, imaginativo, fecundo de ideas mágicas y ensoñaciones de un mundo mejor, una bocanada de optimismo un punto subversivo que al parecer no acabó de complacer a los testaferros del capital que, prestos, procedieron a mangonearla a su antojo, dejando al público una película brillante por momentos y confusa puntualmente, como mal acabada.

Una vez más, John Barry se apunta a la empresa con una banda sonora que sin ser tan especial como la anterior, sigue muy bien la estela marcada por la escritura de James Goldman.

Conociendo la forma de trabajar de Goldman y sabiendo que ni Scott, ni Woodward ni tampoco Newman eran intérpretes dados a renunciar a sus propias ideas, resulta comprensible que, a la postre, esta película, como ocurrió con la obra teatral, haya caído en el más lamentable olvido porque la distribuidora jamás ha tenido la más mínima intención de sacarle partido. En España se estrenó, con el más que lamentable título de El detective y la doctora, directamente en la televisión. El retitulador, una vez más estúpido, ni siquiera se dió cuenta del homenaje cervantino que Goldman nos propina y lo fácil que es su traducción.

¿Vale la pena ver, entonces esa película? Mal que esté cercenada y remontada con inopia, el cinéfilo no debería perdérsela, porque en ella se mantienen escenas bien compuestas y mejor interpretadas, el guión sigue manteniendo su brillantez con algún punto de incoherencia y no tan sólo vale la pena por ver a los protagonistas: los secundarios están muy bien y en grupo se puede intentar reconocer algunas caras que han sido muy populares. Una película maldita, hija de una obra teatral maldita, ambas muy capaces de entrar, por derecho propio, en un menú de rarezas imprescindibles.


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dijous, 14 de gener del 2016

Alan Rickman



Ha fallecido Alan Rickman, actor británico que, según en que trabajo se le recuerde, define la veteranía del cinéfilo, pues su carrera la inició en los setenta del pasado siglo y se extiende hasta la actualidad, pendiente de estreno, todavía.

Cuando dí un repasito a la Gente de Smiley, años después de verla en la tele, comprobé que un joven Alan Rickman ya tenía una breve aparición en un capítulo: coincidir en los inicios con el maestro Alec Guiness fue casi una premonición:




Eso era en 1982: seis años más tarde se dió a conocer mundialmente por el sonoro éxito de La jungla de cristal, en la que compuso el personaje de un villano que traía de cabeza a un Bruce Willis que gracias a un malvado semejante pilló un héroe para muchos años...




Eso fue en 1988 y a partir de ahí el rostro de Alan Rickman y su voz (para los que han tenido la suerte de escucharle en v.o.) dejaron de ser conocidos llegando a convertirse en una figura habitual en todo tipo de películas, siempre ofreciendo contrastada fiabilidad en su trabajo de intérprete, quizás desenvolviéndose mejor en caracteres de malos tipos, incluyendo aquellos que dependen del trazo de un dibujante, no en vano Rickman, gracias a su voz y al dominio de la misma, era de ése grupo de intérpretes que consiguen seducir al cinéfilo sin ofrecer su presencia al cien por cien, en ocasiones, incluso, entonando:





Eso era en el año 2000 y era la primera vez que prestaba su voz a un personaje animado, pero no la que se atrevía a entonar unas notas musicales con más o menos gracia, porque ya lo había hecho en 1990:





Años más tarde, le vimos nuevamente componiendo un malvado en una película que ya tratamos oportunamente aquí y también pudimos comprobar que a pesar que su voz de forma natural había bajado algo de tono, seguía infundiendo ira incluso en los que le acompañaban en un insólito dueto:





Eso era en 2008, en lo que algunos malintencionados llamarían un descanso en las maldiciones varias, pero eso ya es otra historia.

A veces, hace falta que uno se muera para que nos demos cuenta de la bondad de su presencia...

Descanse en paz Alan Rickman.




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diumenge, 10 de gener del 2016

Henri & Peter (y II)





Ya vimos el año pasado que los avatares históricos, reales, del que fue el primer monarca de la dinastía Plantagenet, Enrique II de Inglaterra, merecían recibir la atención del cinéfilo curioso entre otros motivos porque su figura hasta la fecha ha sido incorporada en la forma más brillante por un único actor, Peter O'Toole, en sendas películas estrenadas en la década de los sesenta del siglo pasado y en ambas ocasiones rodeado de un elenco distinguido.

En la segunda película, estrenada cuatro años más tarde, veremos a un Rey Enrique que, trece años (1183) después de haber fallecido Becket, su amigo, consejero y a la postre adversario, debe tomar alguna decisión plausible respecto a la herencia del trono que ocupa ya que el natural heredero, su hijo Enrique, nombrado corregente precisamente en 1170, fallece en el mes de junio de ése año 1183.

Enrique había conseguido componer un reino de considerables dimensiones e importancia y provisto como estaba el monarca de una mentalidad moderna para su época, sostenía que la división de tal reino entre los descendientes supérstites significaría la debacle.

Los datos históricos, que Anouilh modificó un poco a su conveniencia al contarnos magníficamente la relación entre el monarca y su mejor vasallo, sin duda excitaron la imaginación de James Goldman que decidió escribir una pieza teatral refiriendo el encuentro (ficticio) que en el castillo de Chinon (Francia) mantienen durante las navidades de 1183 los miembros de la corte de Enrique II, su esposa Leonor de Aquitania, sus hijos Ricardo (Corazón de León), Juan (Sin Tierra) y Godofredo, así como la supuesta futura esposa de Ricardo, Alais, hermana pequeña del Rey de Francia, Felipe II,también invitado al castillo.

Con todos esos personajes reales James Goldman construye una comedia dramática provista de una densidad psicológica inusitada servida por un lenguaje que sin imitar ni formal ni fonéticamente el modo clásico al que estamos acostumbrados gracias al Bardo sí ofrece una batalla dialéctica dura, frenética, deliberadamente sibilina en la que la choba es arma arrojadiza cotidiana, un escenario difícil de manejar para cualquier dramaturgo que se precie y no digamos ya a quienes se encarga su representación.

La obra teatral se estrenó en Broadway en 1966 contando con Robert Preston y Rosemary Harris (que ganó un Tony por su interpretación de Leonor de Aquitania) y un larguirucho jovenzuelo que atendía por el nombre de Christopher Walken. La crítica se dividió inmediatamente entre partidarios acérrimos y denostadores impertérritos y así ha permanecido hasta nuestros días sin que ello obste a que la pieza sea representada año tras año en diferentes plazas de los aficionados anglosajones, habiendo devenido en un auténtico clásico, como lo demuestra que el mes que viene se represente en Syracusa y durante este año en diferentes lugares de la geografía con idioma inglés.

Como es habitual, de Broadway a Hollywood apenas hay un paso cuando el texto es bueno y un buen día Peter O'Toole recibió la propuesta de incorporar una vez más a Henri II y, como hemos podido comprobar recientemente, el actor ejerció su prerrogativa de estrella protagonista para elegir el elenco que habría de acompañarle en la película que iba a dirigir Anthony Harvey, basada en el guión adaptado que sobre la propia obra escribió James Goldman, uno de cuyos borradores, muy interesante, puede consultarse y obtenerse en este enlace : The Lion in Winter (Second Draft of a Screenplay)

Nada más leer la primera nota complementaria de la mano de James Goldman (hay otros guiones en la red, pero carecen de las inestimables acotaciones y notas) se comprende bien cual es la intención del autor, alejándose de la típica presentación hollywoodiense recreando artísticamente unos ambientes de cartón piedra que en nada se asemejan a lo que debió de ser la Edad Media. Ello a pesar que Goldman no se sujeta a la historia con detalle para tejer su red maledicente en la que transitan los personajes, desechando con buen criterio atenerse a la veracidad histórica del relato para crear una ficción más libre aunque basada en deducciones derivadas de hechos acontecidos, tal como algunos los contaron y dejaron escritos.

Así como en la anterior Becket su autor cambió la nacionalidad de un normando (nacido en Londres, pero de familia normanda) reconvirtiéndolo en sajón para obtener mayor discrepancia, James Goldman insiste en que el personaje de Leonor de Aquitania, como lo fue en la realidad, sea en edad mayor a su esposo (ver página 4 del guión) pero desde luego ése no fue el detalle que movió a Peter O'Toole a llamar a su amiga Katharine Hepburn: él, jocoso, insistía en que sus otras dos elecciones hubiesen sido Vivien Leigh (fallecida el año antes) y Margaret Rutherford que con 75 años acababa de jubilarse.

La elección de Kate, cuyo concurso me chirrió cuando ví la película en "mi cine" en su día porque se la ve demasiado mayor en comparación (no eran diez, eran veinticinco) sigue extrañando todavía al inicio de la película pero desde luego, viéndola como se debe en versión original, al poco uno se olvida de detalle tan nimio.

La película, titulada como la pieza The Lion in Winter (El León en invierno) nos muestra pues lo sucedido en una reunión familiar en la que el monarca Enrique II Plantagenet juega al ajedrez humano contra su esposa, la intrigante Leonor, sus hijos ávidos de herencia, cargos y poder, Ricardo, Godofredo y Juan, el acecho interesado del joven Rey de Francia dispuesto a competir con su vasallo más díscolo y la pobre Alais que, enamorada del padre, ve como es ofrecida al hijo que no la quiere para nada.

Gracias al buen gusto profesional de Peter, son dos buenos actores británicos (cómo no) los que debutan en pantalla: Anthony Hopkins como Ricardo y Timothy Dalton como el joven Rey Felipe II de Francia.

La ambientación artística, tanto escenarios como vestuarios, sujetos a la voluntad de James Goldman, que se me antoja casi moscardón insolente zumbando en el oído del director Anthony Harvey, representa una corte en la que el frío hiela los huesos de monarcas y vasallos y de esos temblores se vale muy bien Peter para humanizar su maiestático personaje al que carga de sentido de la responsabilidad mientras agita sus reales posaderas a la lumbre ardiente de la enorme chimenea y provoca el debate con un primerizo monarca francés al que intenta tratar condescendiente valiéndose de su veteranía: luego le saldrá torcido el regate y obtendrá su horma en una escena que el maestro Lubitsch hubiera filmado de forma magistral, gentes de buen ver que se ocultan presurosas tras cortinajes espesos al albur de puertas que se abren y franquean el paso a invitados inesperados, un punto de comedia perdido en una trágica comedia dramática que en otras manos, más expertas que las de Harvey, hubiese sido más mordaz y cáustica.

La labor de Anthony Harvey resulta irrelevante al texto que acompaña: lo filma con eficacia, sin apenas sentido cinematográfico en lo que se refiere a expresión visual que refuerce el contenido literario, más o menos acertando en el uso de primeros planos y en el movimiento de cámara en los exteriores que evitan la claustrofobia propia de los trasuntos teatrales, pero excede en modos que han quedado trasnochados y suerte tiene del elenco participativo que podríamos dividir en dos grupos, a saber: Peter O'Toole y Katharine Hepburn de un lado, y el resto, del otro.

El resto, según sus propias declaraciones vertidas incluso años después, absolutamente acojonados, no tanto por ser su debut ante cámara cuanto por compartir escenas con Kate y con Peter: son pródigos en anecdotario al respecto pero lo que a nosotros nos importa, ahora, cinéfagos prestos al ágape, es que el trabajo que nos ofrecen es de calidad, cada uno en sus posibilidades.

Quienes exceden -una vez más- lo previsto son Peter y Kate: ella, que fue agraciada con un Oscar, hay que verla al cien por cien, es decir, en versión original, para aquilatar la sabiduría artística de la que, en palabras de su compañero de planos, era la mejor actriz americana. Kate se columpia en las frases, en las miradas, componiendo a la perfección a esa Leonor de Aquitania que merecería por sí sola una película biográfica bien escrita: una mujer avanzada a su tiempo, libre, que, seguramente, fue lo que convenció a Kate a aceptar la propuesta de su amigo Peter: sabiendo cómo las gastaba la actriz, uno tiene la sensación que ni por un momento dudó en que ella y no otra debía ser la que interpretara al personaje: como anillo al dedo.

Peter O'Toole compone de forma soberbia ése Rey Enrique que ha pasado toda su vida luchando por construir un reino lo más parecido a un imperio y se huele que le queda poco tiempo: es consciente de su sabiduría y le encanta jugar a las mentiras, enredando a unos y otros, tejiendo como Penélope por la mañana lo que por la noche deshará, no por alargarlo mas por obtener el tejido que desea: un heredero a su gusto, alguien a quien dejar el fruto de sus desvelos vitales, alguien que no trocee lo conseguido: un adelanto en las leyes y su cumplimiento, ordenada la fuerza coercitiva de los tribunales más o menos independientes, un avance que, dice, asegurará a cada aldeano que su vaca es su vaca.

O'Toole, que ya había dado una lección dando fuerza juvenil a Henri cuando se las tuvo con Becket, remata la función en un despliegue magistral de tonalidades vocales, gestos y miradas electrizantes con una fuerza descomunal que incluso acaba por dominar la energía atómica desplegada por Kate, lo cual define la situación con bastante exactitud: esta película hay que verla por ellos dos: tramas como la presente, en la que una familia se las tiene a mayores en busca de la supremacía, del poder, historias en las que el beneficio personal, la querencia propia prima sobre la propia familia, hay muchas: actores dando el cien por cien a un nivel tan alto, es cosa insólita. Cada vez más.

No sería justo cerrar estas letras dejando al margen la excelente contribución que el compositor John Barry hace presentando una banda sonora ajustadísima a la temática y a la época: pocas veces el refuerzo sonoro ha sido tan notable; cabe citar por ejemplo la llegada del exilio de Leonor, preciosa y útil a un tiempo.

En definitiva, una de esas películas que nadie debería desconocer, poseedora de un texto sólido y bien construido, un ritmo ajustado a la acción templada y mendaz, un elenco sobresaliente capaz de elevar el interés del conjunto, una oportunidad de paladear el arte escénico como pocas hay ya.

Imperdible para quien gusta de ver y oír intérpretes que son artistas de verdad.





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divendres, 8 de gener del 2016

Peter







Andaba buscando entre el galimatías de youtube algún vídeo que me sirviera para un fin concreto cuando de repente me topé con una entrevista que le hicieron a Peter O'Toole en el canal televisivo TCM Classics, bajo la responsabilidad como entrevistador de Robert Osborne.

La entrevista, para un cinéfilo no tiene desperdicio; teniendo la suerte de conocer y lógicamente admirar los buenos trabajos de Peter, el enganche es total: porque además del lujo que supone escuchar a alguien con una voz privilegiada y una técnica vocal excelente, impresionante, el vídeo viene acompañado de unos subtítulos en francés que ayudan bastante.

Sí, ya sé: mejor si los subtítulos fuesen en castellano: es lo que hay, amigos. No nos extendamos, que nos desviaremos de lo que interesa.

Ahí abajo se puede ver el vídeo: una hora, casi, muy suculenta, con unas frases finales del actor que algunos deberían tener enmarcadas en el techo que cobija su cama, para que fuese lo primero que vieren al despertar.




p.d.: para aquellos "críticos sabihondos" que aseguran que Peter y Richard andaban bebidos en el rodaje de Becket, la entrevista es clarificadora....







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